Hoy ha sido el típico
día de otoño, uno de esos días en los que el cielo amanece encapotado y la
temperatura nos recuerda que por más que nos empeñemos en no renunciar al
verano no nos vendría mal salir a la calle con un abrigo con el fin de evitar
posibles resfriados indeseables. Y ya de paso mejor colgarse un paraguas del
brazo no sea que se eche a llover.
Yo provengo de un lugar en
el que la lluvia forma parte natural del paisaje, tanto es así que una conocida cadena gallega de supermercados creó una exitosa campaña publicitaria cuyo lema era "se chove, que chova" (si llueve, que llueva) en donde la protagonista principal era, como no podía ser de otra manera, la lluvia y sobre todo la manera que tenemos los gallegos de convivir con ella. Confieso sin embargo que después de
todos estos años todavía no me he acostumbrado a que se presente sin haber sido
invitada a pasar. Durante mi época en Pontevedra era tan habitual que llegase
y se quedase tanto tiempo que en cuanto la veo asomarse por la esquina giro en
redondo para ver si de esta manera consigo esquivarla. Recuerdo un año, relativamente
reciente en el tiempo, en el que se presentó salerosa un día de septiembre y no
decidió darnos tregua hasta bien entrado el mes de abril. Se convirtió en el
huésped incómodo, ese que aparece sin llamar a la hora de la merienda y que
decide quedarse ya no sólo a cenar sino también a dormir, a pesar de no haberse
traído el pijama, obligándote a sacar el colchón hinchable que tienes guardado
y cogiendo polvo en la parte alta del armario.
Que no os confundan mis
palabras. Me gusta el sonido repiqueteante de las gotas cuando tropiezan con el suelo, me gusta esa sensación de melancolía que
acompaña a esos días plomizos... pero sólo si no tengo la necesidad de salir de
casa. Cuando estoy en el salón, bajo la manta y disfrutando de una buena
película me importa poco que se inunden las calles, pero si me ha tocado en
suerte tener que hacer algún recado, entonces la historia cambia. Esquivar a
las personas procurando que no te claven una varilla del paraguas en el ojo es
tarea harto complicada cuando caminas por una ciudad en la que la gente se
multiplica como las hormigas, y más en los días de lluvia. Tal pareciese que
por cada gota que cae un sujeto más decidiese entrar en escena.
Y ya no digo nada si para llevar a cabo nuestro cometido es imprescindible hacer uso del coche. Sacar el automóvil del garaje cuando las
calzadas están mojadas ha resultado ser el mejor experimento que existe para comprobar si en el
sitio en el que te encuentras suele llover a menudo o lo hace sólo de vez en
cuando. En un día cualquiera de lluvia en Pontevedra puede que el tráfico
circule más lento por esto de que la precaución es mayor, pero la reacción de
los conductores es la misma que cualquier día de sol reluciente. Así de
habituados estamos a convivir con el agua que viene del cielo. Ahora bien, caen
cuatro gotas en Madrid y se atasca el túnel de la M-30 y por ende la M-30 entera. Y ya
puestos, por esto de no ser menos, también lo hacen la M-40, la A2, el nudo de
Manoteras, el Paseo de la Castellana, el tramo de la A6 entre Las Rozas y el
Plantío… y Madrid es un caos total con atascos interminables y accidentes por alcance que se cuentan por decenas. Y entonces os pasa lo que a mí: que un
tramo de apenas 12 km que en condiciones normales se recorre en 14 minutos, (salvo
que sea por la mañana que es cuando parece que media ciudad ha decidido
dirigirse hacia el mismo punto que tú y el tiempo pasa de 14 a 35 minutos) se
convierte en una espera interminable de más de una hora. Es el precio que hay
que pagar por vivir en una gran ciudad y como tal lo asumo, pero me resulta
cuanto menos exagerado en ocasiones.
Ante lo que sí me rindo
sin remedio es a los colores que se pintan en esta época del año, trazos propios del mejor pintor impresionista. El otro día paseaba por
el Parque del Retiro y observaba maravillada la diversidad de tonos ocres y
verdes que me iba encontrando por el camino. Incluso el agua del lago tenía un
color grisáceo, reflejo del cielo que sobre él se mostraba, que quitaba la respiración.
Y sorprendida como estaba, procurando mantener la boca cerrada para evitar que
me entrasen moscas, sentí de pronto una fuerte necesidad por inmortalizar todos y cada uno de los
momentos que me regalaba ese día triste y gris en apariencia, pero rico en delicados matices.
Juzgad por vosotros mismos
si no es lógico mi desconcierto ante lo que se mostraba ante mis ojos. Por un momento me cuestioné seriamente si todavía me
encontraba en el mundo de los mortales o si por el contrario había conseguido,
sin esforzarme en modo alguno, transportarme hasta alcanzar el paraíso más
espectacular.
Hoy ha sido el típico día de otoño, las calles están mojadas, he
tenido que enfundarme en un abrigo para salir de casa y me he colgado el
paraguas del brazo por si se ponía a llover. Procuro caminar con cuidado, escuchando cómo crepitan las hojas caducas de los árboles bajo mis pies mientras esquivo cualquier varilla de cualquier paraguas que se cruza ante mí. Por nada del mundo querría sufrir un percance que me impidiese admirar todas las
coloridas estampas que nos regala este otoño, más propias de una postal que del
entorno que nos rodea.