martes, 27 de octubre de 2015

Huele a lluvia. Llueve.


Hoy ha sido el típico día de otoño, uno de esos días en los que el cielo amanece encapotado y la temperatura nos recuerda que por más que nos empeñemos en no renunciar al verano no nos vendría mal salir a la calle con un abrigo con el fin de evitar posibles resfriados indeseables. Y ya de paso mejor colgarse un paraguas del brazo no sea que se eche a llover.


Yo provengo de un lugar en el que la lluvia forma parte natural del paisaje, tanto es así que una conocida cadena gallega de supermercados creó una exitosa campaña publicitaria cuyo lema era "se chove, que chova" (si llueve, que llueva) en donde la protagonista principal era, como no podía ser de otra manera, la lluvia y sobre todo la manera que tenemos los gallegos de convivir con ella. Confieso sin embargo que después de todos estos años todavía no me he acostumbrado a que se presente sin haber sido invitada a pasar. Durante mi época en Pontevedra era tan habitual que llegase y se quedase tanto tiempo que en cuanto la veo asomarse por la esquina giro en redondo para ver si de esta manera consigo esquivarla. Recuerdo un año, relativamente reciente en el tiempo, en el que se presentó salerosa un día de septiembre y no decidió darnos tregua hasta bien entrado el mes de abril. Se convirtió en el huésped incómodo, ese que aparece sin llamar a la hora de la merienda y que decide quedarse ya no sólo a cenar sino también a dormir, a pesar de no haberse traído el pijama, obligándote a sacar el colchón hinchable que tienes guardado y cogiendo polvo en la parte alta del armario.

Que no os confundan mis palabras. Me gusta el sonido repiqueteante de las gotas cuando tropiezan con el suelo, me gusta esa sensación de melancolía que acompaña a esos días plomizos... pero sólo si no tengo la necesidad de salir de casa. Cuando estoy en el salón, bajo la manta y disfrutando de una buena película me importa poco que se inunden las calles, pero si me ha tocado en suerte tener que hacer algún recado, entonces la historia cambia. Esquivar a las personas procurando que no te claven una varilla del paraguas en el ojo es tarea harto complicada cuando caminas por una ciudad en la que la gente se multiplica como las hormigas, y más en los días de lluvia. Tal pareciese que por cada gota que cae un sujeto más decidiese entrar en escena.

Y ya no digo nada si para llevar a cabo nuestro cometido es imprescindible hacer uso del coche. Sacar el automóvil del garaje cuando las calzadas están mojadas ha resultado ser el mejor experimento que existe para comprobar si en el sitio en el que te encuentras suele llover a menudo o lo hace sólo de vez en cuando. En un día cualquiera de lluvia en Pontevedra puede que el tráfico circule más lento por esto de que la precaución es mayor, pero la reacción de los conductores es la misma que cualquier día de sol reluciente. Así de habituados estamos a convivir con el agua que viene del cielo. Ahora bien, caen cuatro gotas en Madrid y se atasca el túnel de la M-30 y por ende la M-30 entera. Y ya puestos, por esto de no ser menos, también lo hacen la M-40, la A2, el nudo de Manoteras, el Paseo de la Castellana, el tramo de la A6 entre Las Rozas y el Plantío… y Madrid es un caos total con atascos interminables y accidentes por alcance que se cuentan por decenas. Y entonces os pasa lo que a mí: que un tramo de apenas 12 km que en condiciones normales se recorre en 14 minutos, (salvo que sea por la mañana que es cuando parece que media ciudad ha decidido dirigirse hacia el mismo punto que tú y el tiempo pasa de 14 a 35 minutos) se convierte en una espera interminable de más de una hora. Es el precio que hay que pagar por vivir en una gran ciudad y como tal lo asumo, pero me resulta cuanto menos exagerado en ocasiones.

Ante lo que sí me rindo sin remedio es a los colores que se pintan en esta época del año, trazos propios del mejor pintor impresionista. El otro día paseaba por el Parque del Retiro y observaba maravillada la diversidad de tonos ocres y verdes que me iba encontrando por el camino. Incluso el agua del lago tenía un color grisáceo, reflejo del cielo que sobre él se mostraba, que quitaba la respiración. Y sorprendida como estaba, procurando mantener la boca cerrada para evitar que me entrasen moscas, sentí de pronto una fuerte necesidad por inmortalizar todos y cada uno de los momentos que me regalaba ese día triste y gris en apariencia, pero rico en delicados matices.

Juzgad por vosotros mismos si no es lógico mi desconcierto ante lo que se mostraba ante mis ojos. Por un momento me cuestioné seriamente si todavía me encontraba en el mundo de los mortales o si por el contrario había conseguido, sin esforzarme en modo alguno, transportarme hasta alcanzar el paraíso más espectacular.


Hoy ha sido el típico día de otoño, las calles están mojadas, he tenido que enfundarme en un abrigo para salir de casa y me he colgado el paraguas del brazo por si se ponía a llover. Procuro caminar con cuidado, escuchando cómo crepitan las hojas caducas de los árboles bajo mis pies mientras esquivo cualquier varilla de cualquier paraguas que se cruza ante mí. Por nada del mundo querría sufrir un percance que me impidiese admirar todas las coloridas estampas que nos regala este otoño, más propias de una postal que del entorno que nos rodea.



domingo, 25 de octubre de 2015

Cuando se escribe con el corazón...

Es muy fácil escribir cuando lo que se dice se siente de verdad. Así respondía a un comentario alusivo a unas palabras que dediqué a una de mis amigas del alma con motivo de su cumpleaños. Me pasa siempre: casi sin esfuerzo las palabras comienzan a fluir y lo que comienza siendo un texto sin importancia termina por convertirse en toda una declaración de intenciones. Relacionar mi manera de expresarme con la sensibilidad que me invade es tan cierto, al menos para mí, como lo es el respirar para poder seguir viviendo.

Nunca me he avergonzado por ser capaz de expresar mis sentimientos. ¿Por qué habría de hacerlo? Es imposible pretender ocultar un rasgo que caracteriza de una manera casi insultante a una persona, en este caso a mí. A diferencia de los animales los seres humanos tenemos la capacidad de poder decir lo que en cada momento consideramos oportuno para luego, ya si eso, arrepentirnos de nuestras acciones. O no, que en esta vida nunca se sabe. Entonces… ¿por qué a veces nos cuesta tanto desnudarnos, metafóricamente hablando, ante el resto del mundo?

En múltiples ocasiones me han comentado que soy demasiado sentimental, que le doy un toque un tanto melodramático a la forma que tengo de actuar, que a veces puedo empalagar más que una tarta de merengue. He de reconocer que alguna que otra vez he intentado cambiar y blindarme ante los demás. Lo siento, es inevitable: cuanto más procuro dejar de ser yo, más me convierto en mí misma.

No tengo ningún inconveniente en demostrar cariño hacia aquellos a los que quiero. No me avergüenzo de tener la sensibilidad a flor de piel y llorar cuando veo algo que me enternece. Prefiero mil veces eso a parecer una persona sin sentimientos. No me gustan las personas que van de frías y calculadoras. Puede que de esa manera consigan tener bien firmes las riendas de su vida pero estoy convencida de que no disfrutan de lo que les pasa ni la mitad de lo que lo haría yo en su situación.

Claro que me he llevado mil decepciones por ser así. Por supuesto que me han dado hasta en el carnet de conducir. Mentiría si dijese que no he sufrido por mostrarme tal y como soy. Pero con todo y con eso no me arrepiento de exponerme ante los demás de una manera casi suicida. En el fondo pienso que ellos se lo pierden, no yo. A mí jamás nadie me podrá echar en cara que no he pretendido vivir la vida que he querido, aún en el supuesto de que la partida de ajedrez no termine todo lo bien que debiera.

Es maravilloso y liberador poder decir sin miedo a la vergüenza lo que se le pasa a uno por la cabeza, sobre todo si lo que se le pasa a uno por la cabeza son cosas que se dicen directamente desde el corazón. Y por eso me llena de orgullo y satisfacción recibir comentarios llenos de cariño cuando dedico palabras de ídem a aquellas personas a las que adoro. Hoy era la ocasión perfecta para hacerlo porque una de mis mejores y más queridas amigas celebra su cumpleaños. Llevamos juntas casi veinte años y todavía parece que fue ayer cuando coincidimos por primera vez. Somos muy diferentes en muchas cosas, pero creo que por ese mismo motivo nos compenetramos de una manera casi perfecta. Ella es el desorden personificado y yo necesito centrar la tele con respecto al sofá. Ella es una marmota reconocida y yo me despierto al alba. Ella puede pasarse en pie hasta altas horas de la madrugada y yo me acuesto casi con las gallinas. Ella no consigue llegar a tiempo a casi ningún sitio y yo parezco el conejo de Alicia en el País de las Maravillas corriendo para no ser nunca impuntual… Pero sobre todas esas cosas ella es una persona que siempre ha sabido estar para mí cuando la he necesitado y por ese mismo motivo todo lo que a priori podría separarnos al final no puede con el motivo principal que nos une: un cariño mutuo que continúa intacto con el paso de los años.

No reproduciré aquí las palabras que le he dedicado pero puedo aseguraros que todas y cada una de ellas expresaban de manera exacta lo que siento, reflejaban fielmente cómo valoro la amistad que nos une, explicaban sin tapujos cuán grande es el cariño que le tengo y lo mucho que agradezco que forme parte de mi vida.


Por ser como soy escribo como escribo. Sólo de esa manera podría plasmar con palabras lo que orgulloso me dicta el corazón. Y a quien no le guste que no mire… o en este caso que no me lea.



Amaral: Marta, Sebas, Guille y los demás. https://youtu.be/Z7XOWwY7pa0