martes, 28 de enero de 2014

Viajar siempre es un placer.


Martes. 18:30 horas. En casa. En el sofá. La tele encendida. Y yo… yo que me muero de hambre… Este cuerpo mío es tan cojonero que parece que nunca está conforme con lo que le doy. Las niñas están cansadas de oír mis quejas día sí y día también: que si estoy fofa… que si me veo fea… que si menudas piernacas… que no puedo con mis caderas… que mi trasero podría verse desde el espacio… Supongo que si alguna de ellas me lee estará poniendo los ojos en blanco al tiempo que niega con la cabeza. Las estoy oyendo como si las tuviese delante: “Pero vamos a ver… ¿tú estás poniendo de tu parte para sentirte mejor?” Y aunque nadie me crea lo intento con todas mis fuerzas. Prueba de ello es que sigo pagando la cuota del gimnasio y además lo piso de vez en cuando, pero me pierde la comida y contra ello me cuesta mucho luchar. Y encima mi endocrino, una de las personas más encantadoras con las que me he encontrado en Madrid, cada vez que me paso por su consulta para ver cómo han crecido mis michelines en el último mes me dice lo estupenda que estoy y encima lo encantadora y maravillosa que soy, y con semejante bronca no me motivo… Está claro: cuanto mejor me tratan, peor me porto…. 

Para intentar engañar al estómago he echado mano del portátil y me he puesto a escribir. Si me funciona la táctica la patento y seguro que me forro… que esto de ser pobre ya me está comenzando a cansar, y además me impide disfrutar de una de mis mayores pasiones: VIAJAR. 

Desde que tengo uso de razón he sentido la necesidad de recorrer mundo, conocer otros países, relacionarme con su gente y sumergirme en su cultura. Esa pasión se la debo en parte a mis padres, quienes ya a la tierna edad de 12 años hicieron que me metiese en un avión rumbo a Inglaterra. Era verano y el motivo de ese viaje era el de que perfeccionase mi inglés, así que me pasé un mes conviviendo con una familia en Bournemouth, yendo a clases y frecuentando el McDonalds de una manera tan habitual que parecía mi segunda casa de acogida británica. ¿A que habéis oído a la gente que ha estado en Inglaterra quejarse de la comida y afirmar que durante su estancia ha perdido algunos kilos? Pues bien: yo volví con alguno de más… Este cuerpo mío siempre dando la nota… 

Los últimos cuatro días de estancia en el país de los gentlemen nos llevaron de excursión a Londres y desde el minuto cero me enamoré de esa ciudad. Me sentí atrapada por todos esos monumentos emblemáticos que la llenan y de ese acento British que tanto me gusta. Tanto es así que he vuelto en varias ocasiones más y me encanta perderme por sus barrios y pasear por sus parques como si lo hiciese por primera vez. 

Ese fue mi primer contacto. Durante tres veranos más volví a las Islas. Repetí Bournemouth al año siguiente y luego lo cambié por Plymouth otros dos años más. Y Londres siempre como fin de fiesta. Era genial. 

Luego llegó la excursión del instituto y nuestro destino fue un tour por el norte de Italia. Ahora lo pienso y me muero… ¡¡¡Nos fuimos desde Pontevedra en autobús!!! Paramos en Niza (esa playa llena de guijarros enormes como bolas de tenis me pareció muy poco glamurosa, la verdad), Pisa (con su torre inclinada a la que ya no se podía subir), Verona (la ciudad de Romeo y Julieta), Siena (con su catedral y la Piazza del Campo, tan característica), Milán (la ciudad de la moda), Florencia (elegante y señorial), Venecia (es triste pero lo que más recuerdo de ella es el mal olor…) y Roma, la ciudad del amor. Recuerdo que al volver paramos en Mónaco. Todo lujo y esplendor. 

Ese mismo verano pisé Francia por segunda vez en el año. Esta vez el destino era Annecy y el motivo tenía mucho que ver con el francés. ¿He dicho ya que me apasionan los idiomas y que me gustaría hablar todos los de la tierra? Bueno… a lo mejor esto último es un poco exagerado, pero es cierto que por aquella época le daba también al francés, y aprovechando que unos familiares lejanos vivían en una casita junto al lago en tierra gala, fui una más de la familia durante un mes y practiqué y mejoré un idioma que lamentablemente con el tiempo dejó de gustarme y del que apenas sí recuerdo algunas cosas… Con todo la experiencia fue como siempre muy reconfortante, y al vivir a muy pocos kilómetros de Suiza, pisé Ginebra y me saqué unas fotos con el Montblanc de fondo.

En cuarto de carrera se me presentó la oportunidad de estudiar un año en Flensburg (Alemania) y no desaproveché la ocasión. Me lié la manta a la cabeza, metí el Cola Cao en la maleta y de septiembre a agosto me sumergí en la cultura alemana hasta el fondo. Descubrí que la gente alemana aunque se muestre fría al principio, cuando te abre los brazos es tan cariñosa como tú y como yo –al menos como yo fijo-, que las salchichas alemanas no tienen nada que ver con la bazofia que se vende por aquí, que circular en bicicleta aparte de buen ejercicio para las piernas es seguro y muy habitual por aquellos lares y que el agua del mar Báltico en verano está más caliente que en las Rías Baixas.  Además, entre el alemán (idioma) y yo nació un romance tal que se convirtió en mi favorito desbancando al inglés del puesto de honor.

Aproveché para conocer Hamburgo (la ciudad de los mil puentes), y Kiel y Lübeck también fueron objeto de mi curiosidad, aparte de otra ciudad que nombraré más adelante y que verdaderamente fue la que me robó el corazón. 

De Flensburg a la frontera con Dinamarca apenas hay 10 km de distancia. Y en Flensburg conocí a Pernille, una danesa que estudiaba conmigo y que me invitó  a pasar un fin de semana en casa de sus padres en Aarhus. Imagino que adivináis mi respuesta… cómo negarme a añadir otro país a mi lista de conquistas. Fueron unos días en los que me esforcé duramente por intuir lo que la gente intentaba explicarme, porque después de llevar cuatro meses estudiando danés no tienes ni para comenzar a tartamudear. Llamadme loca si os digo que al final de esos dos días tenía la sensación de comprender lo que hablaban entre ellos aunque lo hiciesen en ese gutural idioma. La mente humana nunca dejará de sorprenderme.

Cuando comencé a trabajar tuve la oportunidad de recorrerme parte de Europa por motivos laborales. Mis conocimientos de inglés consiguieron que el gerente de la empresa requiriese de mis servicios como intérprete y con él paseé las calles de Núremberg un par de veces (maravillosa), Verona (ya con calma me dediqué a descubrirla un poco más en profundidad, y merece verdaderamente la pena), Budapest (patear por Buda y por Pest es fascinante), Praga (la recuerdo vagamente), Varsovia (cuando todavía estaba medio levantada por las obras), Wroclaw (una ciudad polaca chiquitita pero con un encanto especial) y Beirut. Y esta última ciudad me dejó fascinada. No sé por qué extraño motivo los días anteriores a la misión comercial que nos llevaría hasta esa ciudad comencé a preocuparme por mi vestuario. ¿Sería lo bastante recatado? Yo me imaginaba un país en donde las mujeres irían tapadas de los pies a la cabeza y en el que me sentiría extraña yendo por la calle… y me encontré de bruces con un lugar de lo más occidental en donde las minifaldas de las chicas eran más cortas que cualquiera de las que pudiese llevar yo un sábado por la noche. Me pareció un lugar fascinante… y la comida libanesa deliciosa. Debo decir que la ventaja que tiene viajar con empresarios en las misiones comerciales organizadas por las Cámaras de Comercio es que te aseguras de que irás a los mejores hoteles y comerás en los mejores restaurantes. Trabajaba duro (no hay que olvidar que el motivo de esos viajes era el de establecer relaciones de negocios con empresas de los países en cuestión, o en su defecto, para visitar ferias con el mismo objetivo) pero todo tenía su recompensa. Y yo agradezco la confianza que se depositó en mí en aquel momento y que se me permitiese poner los pies en tantos lugares tan dispares los unos de los otros. 

Ya por placer visité Bangkok y os puedo asegurar que no he visto sitio en el que sea más peligroso cruzar la calle por un paso de peatones que por el medio de una avenida de cien carriles… El choque cultural es impresionante y la humedad de casi un 90% es como un bofetón que alguien te da sin avisar siquiera. Es caos, estrés, vértigo… Es una ciudad que parece no dormir nunca, llena de contrastes que consigue que no te quedes indiferente: o te gusta o la odias… y a mí me enamoraron su Palacio Real, sus templos budistas (el del buda de oro, el del buda inclinado o el del buda de esmeralda), los tuc-tuc, el barrio chino… Pero reconozco que quedé harta de esa humedad que hacía que nada más salir del hotel recién duchada sintieses como que no te habías lavado en tres días, de la suciedad del río, de los mapas a los que les faltan la mayor parte de las calles… Con todo, yo recomiendo la visita. Sin ninguna duda. 

Bali… aayyy Bali… cierro los ojos y me imagino en el hotel Nusa Dua Beach tirada en la piscina viendo a las ardillas corretear por el jardín. Volvería ya mismo si pudiese. Bali es sinónimo de paz. La sonrisa de todos y cada uno de sus habitantes te invita a que te olvides del tiempo, que únicamente desees quedarte en la isla indefinidamente, dejarte llevar por la tranquilidad y parsimonia que se respira en cada esquina. Podría pasarme horas hablando de Kuta, del Barong, de los templos dedicados a la diosa del agua, de Kintamani, de las terrazas de arroz con ese verde tan intenso, de los masajes balineses y sobre todo de la puesta de sol desde el mirador que hay frente al templo de Tanah Lot (al que sólo se puede acceder cuando la marea está baja porque se encuentra en medio del mar). El día que estuvimos las nubes impidieron que pudiésemos disfrutar de ese maravilloso espectáculo, y ese hecho lo he interpretado desde un primer momento como una señal que me decía que tengo que volver algún día para poder disfrutar de ese momento mágico. 

He vuelto a Roma con los compis de trabajo en un viaje muy divertido en el que descubrí que “ronroneo” cuando duermo… (no preguntéis…). Y con ellos conocí Bruselas, Brujas, Gante y Amberes. Y nos fuimos a Marrakesh en un viaje de lo más descocado, con excursión al desierto y viaje en camello incluidos (cómo olvidar el frío que pasamos en aquella jaima y más cosas que jamás confesaré...). 

Me fui de boda a Cracovia y el viaje mereció la pena, no sólo por el evento en sí, sino porque me di de bruces con una ciudad universitaria que encandila desde el primer segundo. Como extras de ese viaje descubrí las minas de sal con esa capilla que te deja sin aliento y pisé Auschwitz y Birkenau sintiendo en el pecho un desasosiego que me acompañó durante lo que duró la visita. Es en esas situaciones cuando te das cuenta de lo crueles que podemos llegar a ser los seres humanos. Atroz. 

Por supuesto España no ha quedado fuera de mi curiosidad galopante y he pisado Tenerife, Granada con su Alhambra, Palma de Mallorca, Barcelona, Oviedo, Salamanca, Sevilla y su color especial, Valencia, Castellón, Alcocebre,  León,Tarragona, Avilés, Cartagena y algún que otro sitio que ahora no viene a mi mente. 

Pero sin ninguna duda la ciudad que ocupa mi corazón desde el primer día que puse mis pies en ella, durante mi año Erasmus, es Berlín. Por aquel entonces las grúas decoraban su horizonte y el Parlamento todavía no había sido reconstruido después del incendio que lo destruyó por completo. Volví unos años más tarde y la fisionomía de la ciudad había cambiado, aunque seguía conservando la autenticidad que la convierte en única. La última vez que la pisé fue hace un par de años, y volvió a sorprenderme. Estoy enamorada de la Puerta de Brandemburgo. He tenido que aguantar muchos chistes de mis compañeros de este último viaje porque no hacía más que hablar de lo flipada que me tenía… Resignación… Cómo no: me he prometido volver. A ver con qué me sorprende la próxima vez. 

Me quedan tantos lugares por visitar… tantos sueños por hacer realidad. Siempre he dicho que no me gustaría morirme sin hacer un crucero por los fiordos noruegos, y desde hace un par de años alguien me ha metido el gusanillo de Nueva York en el cuerpo… No sé cómo lo haré, pero intentaré convertir en realidad mis deseos. 

Y así, a lo tonto, ha pasado ya la tarde y he conseguido engañar a mi estómago por hoy. Si es que cuando me pongo a hablar de cosas que me apasionan pierdo la noción del tiempo. Ojalá todo fuese tan fácil de conseguir en esta vida. 

Busco compañer@ de viaje. ¿Alguien se apunta a vivir mil aventuras? Mi maleta y yo siempre estamos preparadas para iniciar una nueva excursión. Ofrezco como compañía a alguien con una mente despierta y con ganas de descubrir sitios nuevos.


¿Qué me dices? ¿Recorremos el mundo junt@s?


Antonio Orozco: El viaje. http://youtu.be/4OU85snCrCg






miércoles, 22 de enero de 2014

Os cuento que...



El torturador… chisme también llamado despertador, sonó a las 7:01 (una hora tan perfectamente puñetera como cualquier otra) y me levanté rauda y veloz de la cama como cada mañana. No soy remolona, no soy de esas personas que golpea con rudeza el aparato para que deje de pitar y se da media vuelta hasta que lo escucha sonar cinco minutos después. Si ya la primera vez que suena es deprimente… ¿para qué escucharlo una segunda? Es algo que nunca he entendido… ¿qué sentido tiene despertarte antes si al final no te vas a levantar hasta que pasen cinco minutos más? Os puedo asegurar que mi imaginación aprovecha ese tiempo extra de una manera sorprendente como para tener que dejar el sueño a medias porque yo sea de las que me despierto “a plazos”. Una vez puestos mis pies en el suelo y separar mi cuerpo del mullido edredón que me arropaba hasta ese momento me dirigí al baño, abrí el agua caliente y me di una ducha, como hago cada mañana. Vestida, entré en la cocina. No perdono el zumo de naranja, sea primavera, verano, otoño o invierno, coincida en día laborable o festivo, así que corté una naranja por la mitad y después de beber mi vaso de agua en ayunas y de que el exprimidor sacase todo el jugo posible a la fruta, el zumo pasó del vaso a mi estómago en menos que canta un gallo, al tiempo que el tazón de leche giraba en el microondas. Eso es organización y lo demás son tonterías… Después de echar cuatro galletas, una pastilla de sacarina y añadir el café, me senté delante del portátil para echar un vistazo rápido a varias páginas de internet. Dientes lavados, un poco de color en la cara, pelo recolocado y unas gotitas de colonia que pulverizo a varios centímetros de distancia. Jamás salgo sin ella, mi compañera fiel, la misma que me echo desde hace más de 15 años (para que luego digan que la fidelidad es un mito…). Como toque final me pongo unos pendientes, el reloj (me siento desnuda sin él) y un anillo y abro la puerta para dirigirme a trabajar. 

¿Soy una chica de costumbres? Puede ser. ¿Soy aburrida? En absoluto. ¿Tengo manías? Como buena gallega responderé a esta pregunta con otra: ¿quién no las tiene? 

Soy una diestra que para abrir las puertas con llave utiliza la mano izquierda. 

Siempre llevo el bolso colgado del hombro derecho; en el izquierdo no me resulta cómodo, así que cuando paseo del brazo de alguien siempre me coloco a su diestra. O no llevo bolso. 


Hasta hace un par de años no probaba gota de alcohol porque me olía mal (el olfato y yo tenemos una relación muy estrecha). Incluso llegaron a preguntarme en más de una ocasión si mi negativa a beber se debía a algún tema de tipo religioso o cultural… Y yo entonces me preguntaba ¡¡¿¿¿es que nadie puede beberse una coca-cola por el simple hecho de que le gusta y la prefiere al vino más caro de toda la bodega???!! Ahora es cuando una Pepito Grillo muy especial me dirá que más de una vez he comido en su casa platos cocinados con vino sin que me diese cuenta (en cuanto me enteraba de que el vino era parte integradora del plato me negaba en redondo). Mi niña: lo primordial era que yo no me enterase… Como versa el refrán: ojos que no ven, corazón que no siente. Eso sí: me he vuelto una bebedora selectiva: sólo mojitos, Vodka-naranja y gin tonics (esto último es lo que más me gusta. La culpa la tiene mi hermano por prepararlos de vicio…) No puedo con el vino y la cerveza… el olfato otra vez haciendo de las suyas. 

Soy organizada, pero a mi manera. Me gusta tener cada cosa en su sitio, pero no soy ninguna obsesionada del orden, aunque me pone nerviosa comprobar que la televisión no está perfectamente centrada con relación al sofá. Y no me quedo tranquila hasta que me levanto y la coloco en su sitio. 

Cuando voy sentada en el asiento de atrás de cualquier vehículo mi inercia me lleva a colocarme detrás del copiloto y nunca detrás del conductor. Y esto me ha pasado desde que tengo uso de razón, así que sucede un poco como cuando aprendes a hablar y sabes que se dice “estar contento” y no “ser contento” pero que nadie te pregunte por qué se usa un verbo y no otro porque no tienes ni idea: simplemente es así. 

Me gusta madrugar. Para mí dormir hasta el mediodía es una verdadera pérdida de tiempo. Con la de cosas que se pueden hacer para qué perder esas horas en brazos de Morfeo. Siempre me he considerado más persona de día que de noche, y ahora ya soy un poco mayor para cambiar. Eso no significa que de vez en cuando me acueste a las mil. Y en esas ocasiones me encantaría poder dormir hasta que me despierte porque el estómago ruge de lo vacío que está. Pero fíjate que no, que a mi cuerpo le importa un pepino que haya llegado a casa a las seis de la mañana, que el reloj da las ocho o a lo sumo las nueve y ya está el puñetero diciendo que son horas de desepegar el trasero de la cama. A veces puede ser tan cruel conmigo… 

No soporto llegar tarde. Y como consecuencia de ello odio que la gente sea impuntual. Una queridísima amiga cuyo nombre protegeré para que no se sienta aludida (seguro que sabes que hablo de ti y que además sabes que te quiero igual) no puede evitar llegar siempre con retraso. A veces pienso que es algo que viene con uno, que está directamente relacionado con el ADN de cada persona o a saber, porque no hay manera con ella. Pues bien, sabiendo cómo se iban a desarrollar las cosas, que me tocaría esperar a mí, en más de una ocasión y a propósito salí, tarde no, tardísimo de casa para no llegar a la hora… ¡¡¡y descubrí que mis piernas tenían alas!!! El caso es que allí estaba yo, plantada en una de las columnas de los soportales de la Plaza de la Herrería en Pontevedra, a la hora a la que habíamos quedado (ni un minuto más ni un minuto menos) esperando a que ella llegase. Bendito Kindle. Últimamente me ha hecho compañía en situaciones similares a esas. 

Siempre fui morena. Siempre me gustó ser morena. Siempre me sentí orgullosa de mi pelo oscuro. Así que cuando las horribles canas comenzaron a poblarlo (fruto de la herencia familiar… gracias mamá por hacer que no me quede calva…) me resistí a permitir que el blanco ganase al negro y cuando llegó la hora de tintarlo, el castaño oscuro siguió siendo mi elección. Madre mía… todavía hoy recuerdo lo traumático que resultó para mí la primera vez que fui a la peluquería a que me tiñesen el pelo. Tuve que apretar mucho los labios para evitar que las lágrimas saliesen de mis ojos. Qué niñata. Al final y con mucho dolor de mi corazón me he rendido. Soy una privilegiada porque mi pelo crece muy rápido, lo que me permite cambiar de look bastante a menudo si así lo quisiese,  pero eso me obliga a visitar a mi peluquera una vez al mes y a los quince días de mi visita los matojos blancos florecen como las flores en primavera. Así que al final he pedido papas y una rubia ha nacido en mí. Me consuela escuchar a la gente decir que me queda bien, que incluso me hace la cara más dulce… Al menos ahora cuando meta la pata tendré disculpa: “No soy tonta, es que soy rubia”. 

Y así podría continuar hasta que nos diesen las uvas, porque sí, amigos, soy una tía llena de contradicciones. ¿Pero qué se puede esperar de una persona cuyo nombre ya es de por sí un tanto peculiar? Me llamo Rut, sin H. Como he argumentado en más de una ocasión, para qué escribirla si no se pronuncia. Eso sí, cada vez que veo mi nombre escrito con cuatro letras me da igual. Nunca podré ganar esa batalla. Lo que más me llamó la atención fue una vez que tuve que rellenar un formulario (no recuerdo bien para qué) y cuando se lo entregué a la chica de turno ella cogió un bolígrafo y corrigió mi nombre añadiendo la “H”. What the fuck!!!?? 

Hace unos días la misma amiga que se jactaba de haber cocinado para mí platos con alcohol que yo había comido con gusto (cocina de vicio la chiquilla en cuestión) me confesaba que no se sentía con fuerzas para leer mi blog porque lo encontraba demasiado deprimente y que de lo único que tenía ganas era de darme un par de bofetadas para que espabilase un poco y tomase las riendas de mi vida de una vez. Espero guapetona que esta vez sí hayas sido capaz y lo que he escrito no te haya hecho sentir mal. Porque causar esa sensación en ti es lo que menos deseo en este mundo. Porque te quiero muchísimo, y a las personas a las que se quiere se las hace reír, nunca llorar.

Todos tenemos nuestras cosas, las buenas y las malas. Ese conjunto de imperfecciones constituyen lo que somos y así habrán de querernos aquellos a los que les importemos, aceptando todas nuestras virtudes y sobre todo nuestras manías. Porque a pesar de ello y a nuestra manera, todos y cada uno de nosotros somos perfectos. Y que nadie se atreva a decirnos lo contrario. ¿Mi consejo? Salid a la calle y presumid de sonrisa, que para llorar ya habrá tiempo.


Me han dicho que la mía es muy bonita…


Pink: F*cking Perfecthttp://youtu.be/ocDlOD1Hw9k








miércoles, 15 de enero de 2014

Rut vs. Rut


Hay momentos en la vida en los que tienes que actuar con tu cabeza igual que harías con un ordenador que ha dejado de funcionar: pulsar las teclas Ctrl+Alt+Sup y resetear los pensamientos por completo hasta dejar el cerebro limpio y reluciente, con ese olor a lejía que confirma que todo está desinfectado y brilla como si fuese nuevo y no se hubiese usado en la vida. Para entendernos: lo que vulgarmente se conoce como “cambiar el chip”.

Y ese cambio que aparentemente puede resultar muy fácil termina por convertirse en algo extremadamente complejo. Porque digo yo… por algo será que tu coco tiene esa forma de pensar y lleva toda la vida siendo tal y como es. Porque si cambiar fuese tan sencillo como cuando por la mañana te levantas con la intención de ponerte una camisa y al final terminas decantándote por un jersey de cuello vuelto del que te has acordado en el último minuto sin que eso te genere ningún tipo de frustración, seguro que las comeduras de tarro dejarían de existir y como consecuencia los psicólogos no tendrían trabajo. Y ya bastantes parados tenemos a día de hoy en España como para que nos remuerda la conciencia por mandar a tanta gente directa a la oficina de empleo.

Pues bien, hace un par de días yo también he apretado esa combinación de teclas y he decidido reiniciar mi cerebro. Estaba claro que por el camino que iba las cosas no me funcionaban demasiado bien, así que me he decantado por la opción B a ver si así tengo más suerte.

Y le he preguntado a mi conciencia… "¿a ver niña: a ti qué narices te pasa? ¿Por qué eres tan pava?" Y mi vocecita interior, tímidamente respondió: “no me siento bien conmigo misma. No me quiero ni me valoro. Me encuentro muy perdida. Soy invisible”. Y tras oírla me ha dado tanta lástima que me he apiadado de ella. Demasiada negatividad no puede ser buena para nadie, ni siquiera para mí.   

Así que he decidido tomar cartas en el asunto. Y una de las consecuencias del cambio ha sido volver al gimnasio. Qué mejor manera de quererme más que mirarme al espejo y confirmar que me gusta el reflejo que veo en él. No aplaudáis todavía que lo he retomado sólo hace tres días, pero me siento motivada y con fuerzas, fuerzas que espero que me duren al menos hasta que pueda constatar sin ninguna duda que no soy de esa especie común que financia los gimnasios cada mes y que decide no pisarlos por miedo a que se estropeen las instalaciones. Y si además y como consecuencia de mi esfuerzo consigo ponerme cañón entonces… negocio redondo. ¡¡¡Yo cañón!!! A medida que lo pienso más me apasiona la idea de encontrarme cara a cara con una tía buena cada vez que me mire al espejo… Prometo no volverme demasiado insoportable… Sólo lo justo y necesario.

Fuera chicos. No me han dado más que disgustos, así que bye bye. En este punto mi corazón ha puesto bastantes pegas, pero me he mostrado inflexible. No he tenido más que recordarle los últimos acontecimientos para convencerle de que la doble puerta acorazada que he encargado para blindarlo era la mejor opción para él. Al menos mientras toda yo sea tan confiada y crea que la persona que tengo en frente de mí es transparente (como yo), hace las cosas porque realmente las siente (como yo) y por esa regla de tres interpreto que si hace lo que hace es porque siente algo por mí (lo que sea). Visión errónea, visto lo visto y sufrido lo sufrido. Hay demasiados sapos disfrazados de príncipes que no se han enterado todavía de que yo lo único que busco es un chico que me quiera y me valore por lo que soy. Porque de promesas que no se cumplen y de planes que nunca llegan a buen puerto ya me he cansado. Así que: candado echado.

Voy a disfrutar de mi gente, de la que verdaderamente me quiere y a la que realmente importo. Gente como Juan Carlos, que ha venido por motivos de trabajo a Madrid hace un par de días y ha hecho un hueco en su agenda para salir a cenar conmigo. Como Ara, que me llama día sí y día también para que hagamos algo juntas. Como Tere, que ha quedado en ir a recogerme el sábado a la estación de tren para que podamos ir a comer y pasar la tarde. O Mayte, que sé que tiene anotada en su agenda desde hace semanas que este fin de semana estaré en Pontevedra. O Montse, que me dará cobijo en su casa a finales de mes cuando me vaya a Alco a pasar unos días con ella y Fran. O Eva, que probablemente venga de visita a Madrid a principios de febrero. O Pili, que lleva esperando desde hace meses a que me pase por Gran Canaria… Y así podría seguir hasta el infinito. Alguien me preguntaba hace unos días si yo era consciente de la cantidad de gente que tengo a mi alrededor que se preocupa por mí cuando estoy mal y se alegra cuando estoy bien. Y sí, lo soy. Y me siento muy afortunada. Si hablamos de dinero soy pobre de solemnidad, pero si lo que cuenta es la gente que tengo conmigo entonces os aseguro que soy la persona más rica del universo. 

Mi cerebro ya está preparado y sobre la camilla. Sólo quedan unos cuantos retoques que hacer a la máquina para que mi transformación llegue a buen puerto, y una vez hechos nada volverá a ser como antes.




Yo ya lo tengo claro, resetear es la clave. Así que allá vamos: Preparados… listos… Ctrl+Alt+Sup.


Maldita Nerea. Cosas que suenan a. http://youtu.be/sBMNOLPIyXM