domingo, 31 de agosto de 2014

Septiembre.

Mañana comienza septiembre, el noveno mes de un año que, como bien predije nada más comenzar, pasaría más deprisa de lo que a veces a uno le gustaría. Parece que fue ayer cuando era enero y dentro de poco habrá que volver a desempolvar los adornos navideños y decirle adiós. Es increíble lo rápido que pasa la vida. En un suspiro. Literal.

Septiembre es el mes de los nuevos comienzos: Se terminan las vacaciones de verano y llega el momento de volver a la rutina. En las épocas en las que a mí también me tocaba era la hora de volver al cole, la ocasión de reencontrarse con todos esos amigos a los que varios meses de asueto habían separado temporalmente de nuestras vidas. Se convertía en ese mágico momento en el que compartir todas esas batallitas vividas en las últimas semanas.

Septiembre es el mes en el que el verano da paso al otoño. El calor sofocante se convierte en una brisa agradable que terminará por transformarse en viento gélido a medida que el invierno llame a la puerta. Otoño es la estación de la nostalgia, dibujada en tonos ocres y oliendo a fresco. Es el momento de la transformación reflejada en múltiples y pequeños detalles: es la época en la que los árboles pierden su vergüenza y, lentamente, se quedan desnudos e indefensos; comienzan a caer las primeras lluvias con ese repiqueteo constante e hipnotizador que en ocasiones parece no terminar nunca; la gente cambia las tardes de terraza por esos agradables momentos en los que el sofá vuelve a ser el protagonista indiscutible de interminables tardes de tertulias acompañadas de una buena taza de café calentito…

No podía ser de otra manera: Siendo como es un mes en el que se producen todo tipo de cambios y transformaciones, septiembre tenía que ser el mes en el que, después de la palmadita de rigor, saludé al mundo con un buen berrido que ya auguraba que mi potencia de voz iba a ser considerable.

Dentro de unos días celebro mi cumpleaños, acercándome ya peligrosamente al momento en el que tendré que cambiar de década y comenzar una nueva etapa en mi vida. ¡Otra más! Pero como este año ese momento tan particular todavía no toca, me centraré en decir que septiembre y yo tenemos una conexión especial.

Fue en septiembre cuando comencé la relación más larga que he tenido en mi vida. La única que ha pasado por las tres fases que toda relación de pareja puede llegar a sufrir. El final no ha sido feliz aunque sí el correcto, pero el trayecto recorrido hasta llegar a él ha sido muy revelador y un verdadero maestro para mi vida.  

Fue en septiembre cuando cogí un avión rumbo a Alemania para vivir una de las experiencias más maravillosas de mi vida, que recuerdo con enorme cariño y mayor nostalgia. Porque era la primera vez que abandonaba mi casa para sumergirme en la aventura de tener que pelear sola durante todo un año, llegando a un país desconocido, hablando un idioma que no era el mío, cerrando mi época de estudiante lejos de la facultad en la que la comencé. Me sirvió para madurar a marchas forzadas. Descubrí que era capaz de valerme por mí misma y aprendí a abrirme paso ante todas las pruebas que me iba poniendo la vida. Y disfruté de esa experiencia a tope, la exprimí hasta que ya no pude sacarle más jugo y me bebí todas esas vivencias para que quedasen para siempre grabadas a fuego dentro de mí.

Fue en septiembre cuando firmé mi primer contrato de trabajo, hace ya siglos, y con ello conseguí mi independencia definitiva, además de convertirse en la ocasión de conocer a personas maravillosas que todavía conservo en mi vida. Eran horas interminables de trabajo que me agotaban hasta la extenuación pero a través de las cuales me fui formando, en el terreno laboral, como persona. Aprendí a ser profesional; más responsable si cabe, porque considero que esa cualidad ya venía de serie; perdí parte de mi timidez a fuerza de tener que tratar continuamente con gente; no me quedó más remedio que aprender a tomar decisiones, algo que me ha sido muy útil a lo largo de mi vida posterior… En esta etapa de mi vida se asentaron los cimientos de la persona que soy hoy en día.

Fue en septiembre cuando me notificaron que había aprobado las oposiciones que darían el empuje definitivo a mi vida. Llevaba semanas revisando el Boletín Oficial del Estado todos los días, pendiente de que saliesen los listados de aprobados, pero por algún motivo que ahora se me escapa ese día en particular me fue imposible hacerlo. A media mañana sonó mi teléfono. Era una compañera de la academia en la que nos habíamos preparado la que me llamaba para felicitarme. ¿Felicitarme por qué? Mi corazón comenzó a acelerarse sin que yo pudiese hacer nada por evitarlo. Sabía la respuesta, pero necesitaba oírla en voz alta. Me puse a temblar, me giré hacia mi compañero de trabajo y le dije con un hilo de voz porque no era capaz de hablar más alto: “He aprobado…” Recuerdo haber salido de la oficina. Recuerdo que tuve que sentarme en un bordillo que había fuera porque se me iban las fuerzas. Recuerdo que mi cabeza flotaba, no podía creérmelo. Recuerdo haber pensado “¡Si yo sólo me había presentado para probar y ver cómo se desarrollaba el proceso!” Recuerdo que me eché a llorar, aunque imagino que conociéndome como me conocéis ya un poco eso tampoco creo que os resulte ninguna novedad… Recuerdo haber imaginado mil y una cosas y a la vez no ser capaz de centrarme en ninguna.

Septiembre es el mes de mi cumpleaños, el mes en el que soplo las velas (imaginarias o no) mientras pido un deseo. Es el mes en el que todo vuelve a empezar. Septiembre es mi mes mágico, el mes de la nostalgia y de la melancolía, es en definitiva mi mes. Él ha sido testigo de muchas de las cosas importantes que se han ido sucediendo a lo largo de mi vida. Y por eso me parecía justo hacerle un pequeño tributo a través de estas líneas.



Mañana comienza el mes nueve del calendario. Y arranca con el primer día de la semana, como deben nacer todos los buenos comienzos. Se presenta soleado y caluroso. Tranquilo y apacible. Bienvenido de nuevo a mi mundo, Septiembre.


Maldita Nerea: En el Mundo genial de las Cosas de dices. http://youtu.be/Xa8Dv6JTRig



sábado, 23 de agosto de 2014

Pasado... Presente... Futuro?

Agosto es el típico mes en el que podemos colgar el cartel de “cerrado por vacaciones” sin que a nadie le moleste ni le sorprenda encontrarse de bruces con esa frase y de paso, con el establecimiento de turno chapado a cal y canto.

Es curioso, en mi caso y siguiendo la norma que lleva definiéndome estos últimos tiempos, yo me muevo de manera contraria al resto y el cartel que podía verse en mi puerta era el de “abierto por vacaciones”,  por esto de seguir llevando la contraria y tocar las narices al personal. Y antes de que me tildéis de arrogante o algo peor, paso a explicar el significado de la frase en cuestión:

A lo largo de estos últimos años me he preguntado en múltiples ocasiones (imagino que a muchos de vosotros os habrá pasado lo mismo) qué habría sido de mis primeros compañeros de andanzas y travesuras, cómplices de una época en la que las únicas preocupaciones importantes que existían en nuestras vidas tenían mucho que ver con poder llegar a completar el álbum de turno al que siempre le faltaba el cromo imposible, ese del que seguramente sólo habían sacado diez copias que rulaban por todo el país. Lo de ingeniárnoslas para ver cómo narices podríamos llegar a fin de mes ni se nos pasaba por la cabeza. Para eso estaban nuestros padres, que por algo eran los adultos de la familia.

Por eso es curioso cómo la vida, el destino, la confluencia de los astros o la propia casualidad (ponedle el nombre que más os guste) a veces nos echa un cabo que consigue terminar con esa curiosidad tantas veces confesada pero nunca saciada.

En mi caso fue la casualidad la que me llevó hasta un mensaje escrito por alguien desconocido la que me abrió las puertas de par en par a la residencia en donde habitan todos esos maravillosos compañeros de mi infancia, a los que yo ya había dado casi definitivamente por guardados cuidadosamente en un remoto cajón.

Este chico, Fernando, me hablaba de la existencia de un grupo en Facebook integrado por gente que había estudiado en el mismo colegio en el que yo lo había hecho y me invitaba a formar parte del mismo.

Y la caja de Pandora se abrió de par en par. Y así, casi sin quererlo y desde luego para nada buscado, volví a encontrarme de bruces con personas que a pesar de que jamás había abandonado mis recuerdos del todo, tomaron caminos muy diferentes del mío lo que hizo que sus vidas se convirtiesen en un enorme signo de interrogación.

Y vuelvo a sentirme niña viendo las fotos que, poco a poco, casi a cuentagotas, van haciendo su aparición en esa página. Y con cierta vergüenza debo reconocer que en la mayoría de los casos las caras que las integran, unidas a esos cuerpecitos vestidos tan a la moda de los años ochenta, apenas sí me son conocidas. Por eso cuando entre tanta figura anónima identifico a Miguel, a Patricia, a Alberto, a D. Servilio, a Dña. Consuelo o a cualquiera de los que en su día compartieron aula conmigo, ya sean compañeros o profesores, sonrío con cariño y rindo sincera pleitesía a la imagen que se muestra ante mí, cuya calidad es la propia de documentos que llevan probablemente más de veinte años guardando polvo en un cajón o amarillean entre las páginas de un álbum de fotos.

Son recuerdos maravillosos que se vuelven muy nítidos, como el de aquel día de invierno en el que nevó en Beluso. Cosa inaudita debido a las temperaturas suaves que disfrutábamos en dicha estación del año, nada que ver con el frío de la sierra, y teniendo en cuenta que Beluso es un precioso y diminuto pueblo de pescadores que se encuentra a nivel del mar. O el del libro homenaje que nosotros los alumnos elaboramos como recuerdo para D. Servilio, el tutor que nos tomó de la mano cuando comenzamos segundo de EGB y no nos la soltó hasta que, ya un poco más crecidos aunque no tanto como nosotros nos creíamos por aquellas fechas, abandonamos aquel recinto ya convertidos en chicos de octavo para continuar nuestros pasos solos. En todas y cada una de sus páginas hay un pedacito de cada uno de nosotros. Es un tesoro que yo, al igual que la mayoría de los demás, daba ya por perdido hasta que Lucía, respondiendo a la pregunta de si alguien disponía de una copia, iluminó nuestras caras cuando confirmó que ella conservaba el suyo. Ni siquiera recuerdo qué fue lo que yo escribí y estoy deseando volver a tener ese pequeño gran tesoro entre mis manos para reencontrarme con unas palabras escritas de mi puño y letra hace ya una eternidad.

Poco a poco se suceden los comentarios, las anécdotas y los recuerdos y con ellos mi corazón ha vuelto a Beluso, lugar del que jamás fue capaz de irse del todo a pesar de que al comenzar el instituto mis padres, y con ellos mi hermano y yo, trasladásemos nuestra residencia a Pontevedra. La playa de mis amores sigue siendo Area de Bon, la que frecuentaba con asiduidad durante los veranos. Hay cosas que nunca cambiarán. Las habrá más grandes, más chicas, con el agua más caliente o más fría, pero sólo hay una Area de Bon. Mi pequeño refugio. Y está en Beluso.

Y como la casualidad es muy atrevida y muchas veces tiene el don de la oportunidad, a los pocos días recibo en forma de comentario de mi anterior entrada en el blog un mensaje de otro chico, esta vez antiguo compañero mío de la facultad que me comentaba que, de pura chiripa, se había topado de bruces con mi página. Lo cierto es que una vez que me explicó el modo en el que hiló todo para llegar a mí me partía de la risa. El caso es que me preguntaba, sin dar nombres, si me acordaba de él. Até cabos, y antes de llegar al final de su escrito sabía perfectamente quién era. ¡Cómo no iba a hacerlo! Si en la facultad llegamos a ser inseparables. Era y es un tío estupendo (y no digo esto por si me está leyendo, que conste) y en más de una ocasión llegué a preguntarme qué habría sido de su vida. Y mira tú por dónde, la respuesta vino servida en bandeja de plata.

Todo cierra en verano. Todo el mundo decide darse un respiro y cambiar la rutina por algo que les permita desconectar y olvidarse de todo. Y yo este año he abierto ese enorme baúl de los recuerdos que todos llevamos dentro. Y he disfrutado como una enana mientras volvía a subirme a mi BH de color naranja, mientras bajaba la cuesta que daba al colegio con mis patines, mientras saltaba a la comba de nuevo. En resumidas cuentas: Mi infancia ha vuelto a mirarme a la cara y me ha devuelto un reflejo increíble, un mundo de fantasía liderado por Espinete y Don Pimpón. Ambientado con la música de los payasos de la tele.  Oliendo a mar y a campo. Y regado de una inocencia y felicidad tal que han hecho que este agosto haya sido totalmente diferente a cualquier otro.


Y la niña grande que llevo dentro se siente dichosa y agradecida. Porque ha descubierto que la gente de hace mil años todavía la recuerda con cariño. El mismo cariño que ella profesa a todos esos integrantes de su pasado. Un pasado que, afortunadamente, ha vuelto a transformarse en presente con la esperanza de que se quede en el futuro.




El Canto del Loco. Aquellos años locos. http://youtu.be/cyhEm67gtgA



domingo, 3 de agosto de 2014

y si lloro... ¿qué?

Confiesa que lloras y serás repudiado.

Hoy en día parece que si te decides a flaquear y dejar que rueden las lágrimas por tus mejillas eres toda una nenaza. Y yo, como llorona federada por méritos propios, cada vez que escucho algo así discrepo de manera contundente. Y no doy un puñetazo en la mesa porque seguramente me haría daño en la muñeca y no tengo ganas de aguantar el dolor por semejante estupidez.

¿Por qué lloramos? Cierto es que en la mayoría de las ocasiones lo hacemos cuando nos sentimos tristes. Sufrimos un dolor que nos oprime de una manera tan desgarradora en el pecho que parece como si la única salida que nos quedase para conseguir que esa sensación desaparezca fuese echándolo fuera a base de llanto.

Lloramos cuando sufrimos la pérdida de alguien a quien hemos querido. Y da igual que por quien penamos siga vivo pero ahora lejos de nuestra vida o haya abandonado este mundo para siempre. La sensación es la misma: nuestro corazón está partido en mil pedazos y contra eso no hay pegamento que valga.

La pérdida también puede ser de tipo material, y no por ello sentimos menos angustia. Yo recuerdo haber llorado cuando mis padres cambiaron de coche. Era pequeña y sentimental ya desde tiempos inmemoriales y tener que decir adiós al vehículo que había formado parte de mi tierna existencia fue traumático. El disgusto me duró lo que tardé en descubrir que aquel SEAT 131 Supermirafiori era más amplio, más cómodo y olía más a nuevo. Es decir: cinco minutos.

Últimamente me apetece mucho ponerme llorar. Sí, comenzar y no parar hasta que no me queden lágrimas en el depósito. Que digo yo que algún depósito habrá, ¿no? Si no… ¿De dónde sale tanto líquido? Me imagino a mí misma siendo rellenada cual jarra de agua por una mano invisible que abre la tapa de mi hipotético recipiente cada vez que los niveles están bajo mínimos.

Quiero llorar… de alegría. Porque ahora tengo muchas cosas por las que sentirme feliz. Sé que como alternativa al llanto podría pasarme el día mostrando una sonrisa perenne en la cara pero todo tiene un límite, y yo noto cuándo llego a él cuando siento cómo se me acartonan todos y cada uno de mis músculos faciales. Si a eso añadimos las incómodas y antiestéticas arrugas de expresión que un día y sin permiso deciden llegar para quedarse, uno puede llegar a pensar que sería mejor dosificar la sonrisa para cuando sea estrictamente necesario. Sé que nadie os lo había dicho antes y siento tener que ser yo la que os dé la mala noticia: Efectivamente, sonreír también tiene su lado oscuro…

Lloraría sin parar dando gracias por la vida en sí. Por esta segunda oportunidad que me ha dado para poder disfrutar de todo lo que me ofrece.

Inundaría las calles por la familia que tengo. Me siento extremadamente afortunada de tener los padres que me han tocado en la tómbola de la vida. Jamás me ha faltado ni siquiera una miaja de cariño, respeto y apoyo cuando lo he necesitado. Y sin pedir nada a cambio, detalle que lo convierte todo en algo todavía más extraordinario. Dejaría que las lágrimas marcasen surcos en mi cara por mi hermano, que tantos quebraderos de cabeza me dio cuando era apenas un crío. Y sin embargo, no lo cambiaría por nada del mundo jamás.

Lloraría por todos esos amigos que tengo a mi alrededor y que se dedican a recordarme sin palabras, sólo con gestos cómplices y acciones no pedidas, que están ahí para mí. Y así demostrarles que son lo más importante en mi vida.

He llorado por todos y cada uno de los triunfos que he ido consiguiendo a lo largo de mi existencia. Y me he sentido la persona más feliz del mundo mientras lo hacía. Aunque se me hubiese corrido todo el rímel y hubiese salido fea en la foto.

Creedme si os digo que ahora incluso se me da por llorar porque sí. La última vez que lo hice fue ayer, mientras escuchaba una canción, la que cierra esta entrada. Era la primera vez que la oía, y a medida que la letra se iba descubriendo ante mí notaba cómo me iba liberando poco a poco. Sentí una paz tan infinita que las lágrimas comenzaron a rodar sin que apenas me diese cuenta. Y yo las dejé caer. No sabría explicarlo, pero todas y cada una de las frases provocaron en mí ese compendio de sensaciones.

No me avergüenza confesarlo: soy una llorona. Llorar me relaja, me libera, me purifica y me da ánimos para continuar. De vez en cuando necesito vaciarme por dentro para sentirme bien. Es el impulso que me falta para poder seguir afrontando las pruebas que la vida se encarga de enviarme día sí y día también.




Dicen que llorar es de cobardes. Mentira. En estos tiempos que corren atreverse a llorar y de esta manera mostrar tus sentimientos más profundos y ocultos, esos que sólo tú conoces, es tarea de valientes.



Maldita Nerea. Mira dentro. http://youtu.be/pQ1D5ICleIE