Me llamo Marietta, con
doble T. Y aclaro lo de la doble T porque os juro que estoy hasta los
cataplines de que la gente escriba mal mi nombre día sí y día también. A veces
desearía que mis padres no hubiesen sido tan originales a la hora de elegir cómo
iban a llamar a su hija. Con lo que me habrían facilitado las cosas si me hubiesen bautizado
como Ana, Pilar o María…
Claro que visto desde otra
perspectiva, buscándole el positivismo al asunto, peor hubiese sido que me
hubiesen presentado ante el mundo como Belkis Yorsleidi, por poner un ejemplo
que se me acaba de pasar por la mente en estos momentos. No hubiese sobrevivido
a más de dos dolorosas visiones de mi nombre mal escrito sin haber deseado
poseer una recortada y ponerme a disparar. Me salva que soy pacifista y las
armas me dan pavor… y que me llamo Marietta, por supuesto.
Vine al mundo un primero
de enero de hace 35 años. Nací con el año y aguándoles la fiesta de Nochevieja
a mis padres. Para una vez que se deciden a salir de casa y festejar por todo
lo alto el cambio de fecha con matasuegras y petardos incluidos voy yo y les
chafo la celebración adelantando mi llegada a este mundo en más de dos semanas.
Si llego a saber de antemano lo que me iba a encontrar me declaro en huelga y
ubico mi residencia permanente en la barriga de mi madre. Imagino que a ella no
le haría mucha gracia tener que cargar con 13 kg extra toda su vida, pero yo sería
de lo más feliz. Sí, lo mío efectivamente es egoísmo. Puro y duro. Ciertamente.
Pero es que el mundo me ha hecho así.
***********
El despertador sonó a las 6:30 de la mañana. De la
nada surgió una mano que sin muchos miramientos aporreó el aparato una vez con golpe
firme, y acompañada de gruñidos de resignación la cabeza de Marietta asomó
entre las sábanas mascullando:
- ¿Quién me mandaría a mí trasnochar anoche…? Y lo
que es peor… haber bebido… ¿Cuántos…? ¿Dos…? ¿Tres…? No… ¡Cuatro Gin Tonics con
el estómago vacío…!
A
duras penas consiguió sentarse al borde de la cama y después de suspirar con
resignación varias veces se dirigió tambaleándose al baño. Abrió el grifo de
agua caliente y bajo la ducha terminó de desperezarse.
En su
cabeza se sucedían imágenes inconexas sobre lo que había pasado la noche
anterior. Había sido un duro día de trabajo, con el jefe cabreado en grado sumo
por una venta que al final no había llegado a buen puerto. Si es que estaba
claro: aquel chalé de las afueras no ofrecía ni por asomo las condiciones que
prometía el anuncio: “Inmejorables
calidades, ubicación en una de las mejores zonas de la ciudad, amplias
habitaciones, acabados muy cuidados y vistas a la montaña. Piscina y pista de
pádel comunitaria.” Y si descartamos lo de las calidades, que a lo sumo se
podrían definir como pasables, las vistas (la montaña se ve, sí, pero sólo si
mides más de metro ochenta y te pones de puntillas en la esquina de la ventana
de la habitación de invitados) y que los acabados en realidad dejan mucho que desear,
tampoco es que el anuncio estuviese demasiado exagerado. El caso es que Alberto
se había puesto de un humor de perros y se había dedicado a ladrar a todo aquel
que había osado cruzarse en su camino. Y ella no había sido la excepción. Y en
el fondo ese último recuerdo la tranquilizó: bajo el agua de la ducha acababa
de encontrar al culpable de su resaca. Su jefe. Y eso hacía que se sintiese
mejor. El hecho de pensar que ella era la responsable del incipiente dolor de
cabeza que comenzaba a hacer aparición la traumatizaba. El veredicto estaba
claro: inocente de todo cargo. Ya podía cerrar el agua y seguir con la rutina
mañanera. Fuera remordimientos.
Mientras
le sacaba todo el jugo a la naranja y se bebía el zumo intentando olvidarse de
la jaqueca recordaba vagamente cómo, después de haber terminado de trabajar y
de manera casi involuntaria, dejándose llevar por la vorágine provocada por los
gritos de Alberto, Sandra la había empujado a que se tomase una copa con ella
para así poder desahogarse tranquilamente ante tanta tensión acumulada.
Sandra
era todo un personaje: se tomaba las cosas demasiado en serio y eso terminaba
siendo un problema para ella y para Marietta, quien sin apenas darse cuenta se
veía arrastrada por todos aquellos planes alocados que se le iban ocurriendo a Sandra
en función de la dirección desde dónde soplase el viento. Vale que Marietta se
dejaba influenciar con demasiada facilidad, pero eso era secundario. La
confabuladora era Sandra, ella simplemente se dejaba llevar.
- Te
juro que estoy harta. No aguanto más los cambios de humor del gilipollas ese.
¿No se da cuenta de que si no cierra una venta es porque la mierda que vende no
llega ni al mínimo de calidad? Nooooo, Mr. Perfecto es un sabelotodo que todo
lo sabe. ¡¡¡No lo soportoooo!!! –Sandra gesticulaba como una posesa con la
bebida en la mano, meneándola de tal manera que en más de una ocasión a punto
estuvo de regar con ella a su amiga, que en previsión de que eso pasase y sin
que se notase demasiado, retrocedía unos milímetros cada vez que el líquido llegaba
al borde de la copa, alejándose del calculado radio de acción de las posibles
salpicaduras.
-
¡¡¡Cómo desearía poder mandar todo a tomar por saco, tía!!! Cuando comencé a
trabajar para él jamás habría imaginado que me amargaría de esta manera la
existencia. Con esa cara de no haber roto un plato que tiene y los gritos que
es capaz de emitir desde su garganta. Si pudiese me volvía al pueblo mañana
mismo…
Las quejas continuaban sin dar tregua, y sin
apenas darse cuenta Marietta terminaba un Gin Tonic y como por arte de magia
aparecía con otro en su mano. Magia que
se diluyó por arte de ídem cuando llegó la hora de pagar la cuenta. Fue en ese
momento cuando comprendió que a lo mejor no había sido tan buena idea pasarse
por el Giordie’s entre semana. Vale que preparaban unos cócteles que quitaban
el hipo, pero la bofetada que sintió cuando tuvo que desembolsar 60 euracos fue
descomunal, y el primer recuerdo que se le vino a la cabeza en ese momento fue
para su ya tambaleante cuenta bancaria. Sacó la VISA de la cartera y con
resignación se la entregó al camarero, quien sin ningún miramiento la introdujo
por la ranura del TPV al tiempo que marcaba la horrible cifra que apareció
reflejada acusadora en la pantalla, después de lo cual y con una educación
exquisita, porque lo cortés no quita lo valiente, el joven solicitó a Marietta
que marcase el número PIN. Durante una milésima de segundo ella se imaginó
siendo Indiana Jones, rescatando del horrible aparato su tarjeta y saliendo
huyendo del local. En su cabeza se imaginaba corriendo rauda y veloz puerta
afuera, sin ni siquiera mirar atrás. Pero… ¿a quién pretendía engañar? Con
aquellos tacones no hubiese llegado ni a la esquina, y lo que es peor, había
enormes probabilidades de que la huída terminase en caída estrepitosa en medio
de la calle que a esas horas frecuentaban miles de personas. Y le pudo la vergüenza. Así que marcó el
número secreto e hizo lo único que podía hacer en ese momento: se prometió a sí
misma que hasta el mes siguiente no volvería a usar ese plástico endiablado que
tantos disgustos le daba cada vez que salía de su bolso. ¡Maldita sea! A quién
pretendía engañar. Para que terminase el mes todavía quedaban 20 días… Toda una
eternidad.
El
pitido de la cafetera la despertó de su ensimismamiento. Alargó el brazo para
coger una taza y se sirvió un buen tanque de café con el que poder comenzar la
mañana. Lo único que la reconfortaba en ese momento era el hecho de que era
viernes y de que quedaban por delante dos días en los que intentaría
desconectar de todo y de todos.
Se
llevó la taza a la boca y casi al tiempo la volvió a apartar… Ya se había
vuelto a quemar. ¡¡¡siempre se olvidaba de lo caliente que salía el café de esa
cafetera!!! Nunca aprendía la lección. Entre soplido y soplido terminó de beber
y acabó de arreglarse. Se lavó los dientes a conciencia y se pintó la raya del
ojo, para terminar el ritual mañanero echándose unas gotas de colonia. Una
chica no debía salir nunca de casa sin dos imprescindibles: la raya del ojo y
las gotas de colonia en la parte interior de las muñecas y detrás de las
orejas. Eso al menos era lo que le había dicho siempre su madre. Ya desde
pequeña le habían inculcado que siempre tienes que hacer caso de lo que te dice
tu madre. Porque madre no hay más que una. Y por suerte para ella la suya
estaba a muchos kilómetros de distancia.
Miró
su reloj y echó mano del bolso, colocándolo encima de la mesa de la entrada para
confirmar por última vez que no se olvidaba de nada: móvil (imprescindible casi
como el hecho de tener que respirar para seguir viviendo), cartera, llaves…
estaba todo. Ya podía salir de casa dispuesta a afrontar un nuevo día que
prometía ser agotador. Lo peor era el hecho de no saber si Alberto vendría con
su careta de jefe amable o sacaría a pasear su cara de perro de nuevo. Ojalá se
le pinchasen las cuatro ruedas del coche a la vez y no pudiese llegar a la oficina... Un deseo demasiado bonito
para ser verdad.
Salió
por la puerta, y al tiempo que le daba la vuelta a la llave su cabeza volvió a
fantasear por un instante con una vida perfecta en donde su mayor preocupación
consistía en decidir si quería tostadas o croissant para desayunar.
El pitido
del coche que tuvo que frenar en seco para no atropellarla mientras cruzaba la
calle por un lugar no permitido la devolvió a la realidad. Ni tostadas ni
croissant. A ella lo que le servirían por el momento serían una buena dosis de
estrés y varias docenas de informes de ventas que debían estar listos antes del
mediodía. Giró la esquina y se metió en la boca del metro, perdiéndose
escaleras abajo entre otras personas que, al igual que ella, se disponían a comenzar
un nuevo día mientras dejaban volar su imaginación, ese lugar en el que
seguramente ellas también soñaban con tostadas y croissants.