jueves, 22 de mayo de 2014

Marietta ha venido... ¿para quedarse?

Me llamo Marietta, con doble T. Y aclaro lo de la doble T porque os juro que estoy hasta los cataplines de que la gente escriba mal mi nombre día sí y día también. A veces desearía que mis padres no hubiesen sido tan originales a la hora de elegir cómo iban a llamar a su hija. Con lo que me habrían facilitado las cosas si me hubiesen bautizado como Ana, Pilar o María…
Claro que visto desde otra perspectiva, buscándole el positivismo al asunto, peor hubiese sido que me hubiesen presentado ante el mundo como Belkis Yorsleidi, por poner un ejemplo que se me acaba de pasar por la mente en estos momentos. No hubiese sobrevivido a más de dos dolorosas visiones de mi nombre mal escrito sin haber deseado poseer una recortada y ponerme a disparar. Me salva que soy pacifista y las armas me dan pavor…  y  que me llamo Marietta, por supuesto.
Vine al mundo un primero de enero de hace 35 años. Nací con el año y aguándoles la fiesta de Nochevieja a mis padres. Para una vez que se deciden a salir de casa y festejar por todo lo alto el cambio de fecha con matasuegras y petardos incluidos voy yo y les chafo la celebración adelantando mi llegada a este mundo en más de dos semanas. Si llego a saber de antemano lo que me iba a encontrar me declaro en huelga y ubico mi residencia permanente en la barriga de mi madre. Imagino que a ella no le haría mucha gracia tener que cargar con 13 kg extra toda su vida, pero yo sería de lo más feliz. Sí, lo mío efectivamente es egoísmo. Puro y duro. Ciertamente. Pero es que el mundo me ha hecho así.
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El despertador sonó a las 6:30 de la mañana. De la nada surgió una mano que sin muchos miramientos aporreó el aparato una vez con golpe firme, y acompañada de gruñidos de resignación la cabeza de Marietta asomó entre las sábanas mascullando:
- ¿Quién me mandaría a mí trasnochar anoche…? Y lo que es peor… haber bebido… ¿Cuántos…? ¿Dos…? ¿Tres…? No… ¡Cuatro Gin Tonics con el estómago vacío…!
A duras penas consiguió sentarse al borde de la cama y después de suspirar con resignación varias veces se dirigió tambaleándose al baño. Abrió el grifo de agua caliente y bajo la ducha terminó de desperezarse.
En su cabeza se sucedían imágenes inconexas sobre lo que había pasado la noche anterior. Había sido un duro día de trabajo, con el jefe cabreado en grado sumo por una venta que al final no había llegado a buen puerto. Si es que estaba claro: aquel chalé de las afueras no ofrecía ni por asomo las condiciones que prometía el anuncio: “Inmejorables calidades, ubicación en una de las mejores zonas de la ciudad, amplias habitaciones, acabados muy cuidados y vistas a la montaña. Piscina y pista de pádel comunitaria.” Y si descartamos lo de las calidades, que a lo sumo se podrían definir como pasables, las vistas (la montaña se ve, sí, pero sólo si mides más de metro ochenta y te pones de puntillas en la esquina de la ventana de la habitación de invitados) y que los acabados en realidad dejan mucho que desear, tampoco es que el anuncio estuviese demasiado exagerado. El caso es que Alberto se había puesto de un humor de perros y se había dedicado a ladrar a todo aquel que había osado cruzarse en su camino. Y ella no había sido la excepción. Y en el fondo ese último recuerdo la tranquilizó: bajo el agua de la ducha acababa de encontrar al culpable de su resaca. Su jefe. Y eso hacía que se sintiese mejor. El hecho de pensar que ella era la responsable del incipiente dolor de cabeza que comenzaba a hacer aparición la traumatizaba. El veredicto estaba claro: inocente de todo cargo. Ya podía cerrar el agua y seguir con la rutina mañanera. Fuera remordimientos.
Mientras le sacaba todo el jugo a la naranja y se bebía el zumo intentando olvidarse de la jaqueca recordaba vagamente cómo, después de haber terminado de trabajar y de manera casi involuntaria, dejándose llevar por la vorágine provocada por los gritos de Alberto, Sandra la había empujado a que se tomase una copa con ella para así poder desahogarse tranquilamente ante tanta tensión acumulada.
Sandra era todo un personaje: se tomaba las cosas demasiado en serio y eso terminaba siendo un problema para ella y para Marietta, quien sin apenas darse cuenta se veía arrastrada por todos aquellos planes alocados que se le iban ocurriendo a Sandra en función de la dirección desde dónde soplase el viento. Vale que Marietta se dejaba influenciar con demasiada facilidad, pero eso era secundario. La confabuladora era Sandra, ella simplemente se dejaba llevar.
- Te juro que estoy harta. No aguanto más los cambios de humor del gilipollas ese. ¿No se da cuenta de que si no cierra una venta es porque la mierda que vende no llega ni al mínimo de calidad? Nooooo, Mr. Perfecto es un sabelotodo que todo lo sabe. ¡¡¡No lo soportoooo!!! –Sandra gesticulaba como una posesa con la bebida en la mano, meneándola de tal manera que en más de una ocasión a punto estuvo de regar con ella a su amiga, que en previsión de que eso pasase y sin que se notase demasiado, retrocedía unos milímetros cada vez que el líquido llegaba al borde de la copa, alejándose del calculado radio de acción de las posibles salpicaduras.
- ¡¡¡Cómo desearía poder mandar todo a tomar por saco, tía!!! Cuando comencé a trabajar para él jamás habría imaginado que me amargaría de esta manera la existencia. Con esa cara de no haber roto un plato que tiene y los gritos que es capaz de emitir desde su garganta. Si pudiese me volvía al pueblo mañana mismo…
 Las quejas continuaban sin dar tregua, y sin apenas darse cuenta Marietta terminaba un Gin Tonic y como por arte de magia aparecía con otro en su mano. Magia que se diluyó por arte de ídem cuando llegó la hora de pagar la cuenta. Fue en ese momento cuando comprendió que a lo mejor no había sido tan buena idea pasarse por el Giordie’s entre semana. Vale que preparaban unos cócteles que quitaban el hipo, pero la bofetada que sintió cuando tuvo que desembolsar 60 euracos fue descomunal, y el primer recuerdo que se le vino a la cabeza en ese momento fue para su ya tambaleante cuenta bancaria. Sacó la VISA de la cartera y con resignación se la entregó al camarero, quien sin ningún miramiento la introdujo por la ranura del TPV al tiempo que marcaba la horrible cifra que apareció reflejada acusadora en la pantalla, después de lo cual y con una educación exquisita, porque lo cortés no quita lo valiente, el joven solicitó a Marietta que marcase el número PIN. Durante una milésima de segundo ella se imaginó siendo Indiana Jones, rescatando del horrible aparato su tarjeta y saliendo huyendo del local. En su cabeza se imaginaba corriendo rauda y veloz puerta afuera, sin ni siquiera mirar atrás. Pero… ¿a quién pretendía engañar? Con aquellos tacones no hubiese llegado ni a la esquina, y lo que es peor, había enormes probabilidades de que la huída terminase en caída estrepitosa en medio de la calle que a esas horas frecuentaban miles de personas.  Y le pudo la vergüenza. Así que marcó el número secreto e hizo lo único que podía hacer en ese momento: se prometió a sí misma que hasta el mes siguiente no volvería a usar ese plástico endiablado que tantos disgustos le daba cada vez que salía de su bolso. ¡Maldita sea! A quién pretendía engañar. Para que terminase el mes todavía quedaban 20 días… Toda una eternidad.
El pitido de la cafetera la despertó de su ensimismamiento. Alargó el brazo para coger una taza y se sirvió un buen tanque de café con el que poder comenzar la mañana. Lo único que la reconfortaba en ese momento era el hecho de que era viernes y de que quedaban por delante dos días en los que intentaría desconectar de todo y de todos.
Se llevó la taza a la boca y casi al tiempo la volvió a apartar… Ya se había vuelto a quemar. ¡¡¡siempre se olvidaba de lo caliente que salía el café de esa cafetera!!! Nunca aprendía la lección. Entre soplido y soplido terminó de beber y acabó de arreglarse. Se lavó los dientes a conciencia y se pintó la raya del ojo, para terminar el ritual mañanero echándose unas gotas de colonia. Una chica no debía salir nunca de casa sin dos imprescindibles: la raya del ojo y las gotas de colonia en la parte interior de las muñecas y detrás de las orejas. Eso al menos era lo que le había dicho siempre su madre. Ya desde pequeña le habían inculcado que siempre tienes que hacer caso de lo que te dice tu madre. Porque madre no hay más que una. Y por suerte para ella la suya estaba a muchos kilómetros de distancia.
Miró su reloj y echó mano del bolso, colocándolo encima de la mesa de la entrada para confirmar por última vez que no se olvidaba de nada: móvil (imprescindible casi como el hecho de tener que respirar para seguir viviendo), cartera, llaves… estaba todo. Ya podía salir de casa dispuesta a afrontar un nuevo día que prometía ser agotador. Lo peor era el hecho de no saber si Alberto vendría con su careta de jefe amable o sacaría a pasear su cara de perro de nuevo. Ojalá se le pinchasen las cuatro ruedas del coche a la vez y no pudiese llegar a la oficina... Un deseo demasiado bonito para ser verdad.
Salió por la puerta, y al tiempo que le daba la vuelta a la llave su cabeza volvió a fantasear por un instante con una vida perfecta en donde su mayor preocupación consistía en decidir si quería tostadas o croissant para desayunar.
El pitido del coche que tuvo que frenar en seco para no atropellarla mientras cruzaba la calle por un lugar no permitido la devolvió a la realidad. Ni tostadas ni croissant. A ella lo que le servirían por el momento serían una buena dosis de estrés y varias docenas de informes de ventas que debían estar listos antes del mediodía. Giró la esquina y se metió en la boca del metro, perdiéndose escaleras abajo entre otras personas que, al igual que ella, se disponían a comenzar un nuevo día mientras dejaban volar su imaginación, ese lugar en el que seguramente ellas también soñaban con tostadas y croissants.

2 comentarios:

  1. Fenomenal, y ahora que?? en que plan se encontró al gilipollas de su jefe? se le pinchó al menos alguna de las cuatro ruedas???? S.O.S.!!!!!!!!!

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