Martes. 18:30 horas. En casa. En el
sofá. La tele encendida. Y yo… yo que me muero de hambre… Este cuerpo mío es tan
cojonero que parece que nunca está conforme con lo que le doy. Las niñas están
cansadas de oír mis quejas día sí y día también: que si estoy fofa… que si me
veo fea… que si menudas piernacas… que no puedo con mis caderas… que mi trasero
podría verse desde el espacio… Supongo que si alguna de ellas me lee estará
poniendo los ojos en blanco al tiempo que niega con la cabeza. Las estoy oyendo
como si las tuviese delante: “Pero vamos a ver… ¿tú estás poniendo de tu parte
para sentirte mejor?” Y aunque nadie me
crea lo intento con todas mis fuerzas. Prueba de ello es que sigo pagando la
cuota del gimnasio y además lo piso de vez en cuando, pero me pierde la comida
y contra ello me cuesta mucho luchar. Y encima mi endocrino, una de las
personas más encantadoras con las que me he encontrado en Madrid, cada vez que me paso por su consulta para ver
cómo han crecido mis michelines en el último mes me dice lo estupenda que estoy
y encima lo encantadora y maravillosa que soy, y con semejante bronca no me
motivo… Está claro: cuanto mejor me tratan, peor me porto….
Para intentar engañar al estómago he
echado mano del portátil y me he puesto a escribir. Si me funciona la táctica
la patento y seguro que me forro… que esto de ser pobre ya me está comenzando a
cansar, y además me impide disfrutar de una de mis mayores pasiones: VIAJAR.
Desde que tengo uso de razón he
sentido la necesidad de recorrer mundo, conocer otros países, relacionarme con
su gente y sumergirme en su cultura. Esa pasión se la debo en parte a mis
padres, quienes ya a la tierna edad de 12 años hicieron que me metiese en un
avión rumbo a Inglaterra. Era verano y el motivo de ese viaje era el de que perfeccionase
mi inglés, así que me pasé un mes conviviendo con una familia en Bournemouth,
yendo a clases y frecuentando el McDonalds de una manera tan habitual que
parecía mi segunda casa de acogida británica. ¿A que habéis oído a la gente que
ha estado en Inglaterra quejarse de la comida y afirmar que durante su estancia
ha perdido algunos kilos? Pues bien: yo volví con alguno de más… Este cuerpo
mío siempre dando la nota…
Los últimos cuatro días de estancia en
el país de los gentlemen nos llevaron de excursión a Londres y desde el minuto
cero me enamoré de esa ciudad. Me sentí atrapada por todos esos monumentos
emblemáticos que la llenan y de ese acento British que tanto me gusta. Tanto es
así que he vuelto en varias ocasiones más y me encanta perderme por sus barrios
y pasear por sus parques como si lo hiciese por primera vez.
Ese fue mi primer contacto. Durante tres veranos más volví a las Islas. Repetí Bournemouth al año siguiente y luego
lo cambié por Plymouth otros dos años más. Y Londres siempre como fin de
fiesta. Era genial.
Luego llegó la excursión del instituto
y nuestro destino fue un tour por el norte de Italia. Ahora lo pienso y me
muero… ¡¡¡Nos fuimos desde Pontevedra en autobús!!! Paramos en Niza (esa playa
llena de guijarros enormes como bolas de tenis me pareció muy poco glamurosa,
la verdad), Pisa (con su torre inclinada a la que ya no se podía subir), Verona
(la ciudad de Romeo y Julieta), Siena (con su catedral y la Piazza del Campo,
tan característica), Milán (la ciudad de la moda), Florencia (elegante y señorial), Venecia (es triste pero lo que más recuerdo de ella es el
mal olor…) y Roma, la ciudad del amor. Recuerdo que al volver paramos en
Mónaco. Todo lujo y esplendor.
Ese mismo verano pisé Francia por
segunda vez en el año. Esta vez el destino era Annecy y el motivo tenía mucho
que ver con el francés. ¿He dicho ya que me apasionan los idiomas y que me
gustaría hablar todos los de la tierra? Bueno… a lo mejor esto último es un
poco exagerado, pero es cierto que por aquella época le daba también al
francés, y aprovechando que unos familiares lejanos vivían en una casita junto
al lago en tierra gala, fui una más de la familia durante un mes y practiqué y
mejoré un idioma que lamentablemente con el tiempo dejó de gustarme y del que
apenas sí recuerdo algunas cosas… Con todo la experiencia fue como siempre muy
reconfortante, y al vivir a muy pocos kilómetros de Suiza, pisé Ginebra y me
saqué unas fotos con el Montblanc de fondo.
En cuarto de carrera se me presentó la
oportunidad de estudiar un año en Flensburg (Alemania) y no desaproveché la
ocasión. Me lié la manta a la cabeza, metí el Cola Cao en la maleta y de
septiembre a agosto me sumergí en la cultura alemana hasta el fondo. Descubrí
que la gente alemana aunque se muestre fría al principio, cuando te abre los
brazos es tan cariñosa como tú y como yo –al menos como yo fijo-, que las
salchichas alemanas no tienen nada que ver con la bazofia que se vende por aquí,
que circular en bicicleta aparte de buen ejercicio para las piernas es seguro y
muy habitual por aquellos lares y que el agua del mar Báltico en verano está
más caliente que en las Rías Baixas. Además, entre el alemán (idioma) y yo nació un
romance tal que se convirtió en mi favorito desbancando al inglés del puesto de
honor.
Aproveché para conocer Hamburgo (la ciudad de los mil puentes), y Kiel y Lübeck también fueron objeto de mi curiosidad, aparte de otra ciudad que nombraré más adelante y que verdaderamente fue la que me robó el corazón.
Aproveché para conocer Hamburgo (la ciudad de los mil puentes), y Kiel y Lübeck también fueron objeto de mi curiosidad, aparte de otra ciudad que nombraré más adelante y que verdaderamente fue la que me robó el corazón.
De Flensburg a la frontera con Dinamarca apenas hay 10
km de distancia. Y en Flensburg conocí a
Pernille, una danesa que estudiaba conmigo y que me invitó a pasar un fin de semana en casa de sus padres
en Aarhus. Imagino que adivináis mi respuesta… cómo negarme a añadir otro país
a mi lista de conquistas. Fueron unos días en los que me esforcé duramente por
intuir lo que la gente intentaba explicarme, porque después de llevar cuatro meses estudiando
danés no tienes ni para comenzar a tartamudear. Llamadme loca si os digo que al
final de esos dos días tenía la sensación de comprender lo que hablaban entre
ellos aunque lo hiciesen en ese gutural idioma. La mente humana nunca dejará de sorprenderme.
Cuando comencé a trabajar tuve la
oportunidad de recorrerme parte de Europa por motivos laborales. Mis
conocimientos de inglés consiguieron que el gerente de la empresa requiriese de
mis servicios como intérprete y con él paseé las calles de Núremberg un par de
veces (maravillosa), Verona (ya con calma me dediqué a descubrirla un poco más
en profundidad, y merece verdaderamente la pena), Budapest (patear por Buda y
por Pest es fascinante), Praga (la recuerdo vagamente), Varsovia (cuando
todavía estaba medio levantada por las obras), Wroclaw (una ciudad polaca
chiquitita pero con un encanto especial) y Beirut. Y esta última ciudad me dejó
fascinada. No sé por qué extraño motivo los días anteriores a la misión
comercial que nos llevaría hasta esa ciudad comencé a preocuparme por mi
vestuario. ¿Sería lo bastante recatado? Yo me imaginaba un país en donde las
mujeres irían tapadas de los pies a la cabeza y en el que me sentiría extraña
yendo por la calle… y me encontré de bruces con un lugar de lo más occidental en donde
las minifaldas de las chicas eran más cortas que cualquiera de las que pudiese
llevar yo un sábado por la noche. Me pareció un lugar fascinante… y la comida
libanesa deliciosa. Debo decir que la ventaja que tiene viajar con empresarios
en las misiones comerciales organizadas por las Cámaras de Comercio es que te
aseguras de que irás a los mejores hoteles y comerás en los mejores
restaurantes. Trabajaba duro (no hay que olvidar que el motivo de esos viajes
era el de establecer relaciones de negocios con empresas de los países en
cuestión, o en su defecto, para visitar ferias con el mismo objetivo) pero todo
tenía su recompensa. Y yo agradezco la confianza que se depositó en mí en aquel
momento y que se me permitiese poner los pies en tantos lugares tan dispares los
unos de los otros.
Ya por placer visité Bangkok y os puedo asegurar que no he visto sitio en el que sea más peligroso cruzar la calle por un paso de peatones que por el medio de una avenida de cien carriles… El choque cultural es impresionante y la humedad de casi un 90% es como un bofetón que alguien te da sin avisar siquiera. Es caos, estrés, vértigo… Es una ciudad que parece no dormir nunca, llena de contrastes que consigue que no te quedes indiferente: o te gusta o la odias… y a mí me enamoraron su Palacio Real, sus templos budistas (el del buda de oro, el del buda inclinado o el del buda de esmeralda), los tuc-tuc, el barrio chino… Pero reconozco que quedé harta de esa humedad que hacía que nada más salir del hotel recién duchada sintieses como que no te habías lavado en tres días, de la suciedad del río, de los mapas a los que les faltan la mayor parte de las calles… Con todo, yo recomiendo la visita. Sin ninguna duda.
Ya por placer visité Bangkok y os puedo asegurar que no he visto sitio en el que sea más peligroso cruzar la calle por un paso de peatones que por el medio de una avenida de cien carriles… El choque cultural es impresionante y la humedad de casi un 90% es como un bofetón que alguien te da sin avisar siquiera. Es caos, estrés, vértigo… Es una ciudad que parece no dormir nunca, llena de contrastes que consigue que no te quedes indiferente: o te gusta o la odias… y a mí me enamoraron su Palacio Real, sus templos budistas (el del buda de oro, el del buda inclinado o el del buda de esmeralda), los tuc-tuc, el barrio chino… Pero reconozco que quedé harta de esa humedad que hacía que nada más salir del hotel recién duchada sintieses como que no te habías lavado en tres días, de la suciedad del río, de los mapas a los que les faltan la mayor parte de las calles… Con todo, yo recomiendo la visita. Sin ninguna duda.
Bali… aayyy Bali… cierro los ojos y me
imagino en el hotel Nusa Dua Beach tirada en la piscina viendo a las ardillas
corretear por el jardín. Volvería ya mismo si pudiese. Bali es sinónimo de paz.
La sonrisa de todos y cada uno de sus habitantes te invita a que te olvides del
tiempo, que únicamente desees quedarte en la isla indefinidamente, dejarte
llevar por la tranquilidad y parsimonia que se respira en cada esquina. Podría
pasarme horas hablando de Kuta, del Barong, de los templos dedicados a la diosa del agua, de Kintamani, de las terrazas de arroz con ese verde tan intenso, de los masajes balineses y
sobre todo de la puesta de sol desde el mirador que hay frente al templo de
Tanah Lot (al que sólo se puede acceder cuando la marea está baja porque se
encuentra en medio del mar). El día que estuvimos las nubes impidieron que
pudiésemos disfrutar de ese maravilloso espectáculo, y ese hecho lo he
interpretado desde un primer momento como una señal que me decía que tengo que
volver algún día para poder disfrutar de ese momento mágico.
He vuelto a Roma con los compis de
trabajo en un viaje muy divertido en el que descubrí que “ronroneo” cuando
duermo… (no preguntéis…). Y con ellos conocí Bruselas, Brujas, Gante y Amberes.
Y nos fuimos a Marrakesh en un viaje de lo más descocado, con excursión al desierto
y viaje en camello incluidos (cómo olvidar el frío que pasamos en aquella jaima
y más cosas que jamás confesaré...).
Me fui de boda a Cracovia y el viaje
mereció la pena, no sólo por el evento en sí, sino porque me di de bruces con una
ciudad universitaria que encandila desde el primer segundo. Como extras de ese
viaje descubrí las minas de sal con esa capilla que te deja sin aliento y pisé
Auschwitz y Birkenau sintiendo en el pecho un desasosiego que me acompañó durante
lo que duró la visita. Es en esas situaciones cuando te das cuenta de lo crueles que podemos llegar
a ser los seres humanos. Atroz.
Por supuesto España no ha quedado
fuera de mi curiosidad galopante y he pisado Tenerife, Granada con su Alhambra, Palma de Mallorca, Barcelona, Oviedo, Salamanca, Sevilla y su color especial, Valencia, Castellón,
Alcocebre, León,Tarragona, Avilés, Cartagena y algún que otro sitio que ahora no
viene a mi mente.
Pero sin ninguna duda la ciudad que
ocupa mi corazón desde el primer día que puse mis pies en ella, durante mi año
Erasmus, es Berlín. Por aquel entonces las grúas decoraban su horizonte y el
Parlamento todavía no había sido reconstruido después del incendio que lo
destruyó por completo. Volví unos años más tarde y la fisionomía de la ciudad
había cambiado, aunque seguía conservando la autenticidad que la convierte en
única. La última vez que la pisé fue hace un par de años, y volvió a
sorprenderme. Estoy enamorada de la Puerta de Brandemburgo. He tenido que
aguantar muchos chistes de mis compañeros de este último viaje porque no hacía
más que hablar de lo flipada que me tenía… Resignación… Cómo no: me he
prometido volver. A ver con qué me sorprende la próxima vez.
Me quedan tantos lugares por visitar…
tantos sueños por hacer realidad. Siempre he dicho que no me gustaría morirme
sin hacer un crucero por los fiordos noruegos, y desde hace un par de años
alguien me ha metido el gusanillo de Nueva York en el cuerpo… No sé cómo lo
haré, pero intentaré convertir en realidad mis deseos.
Y así, a lo tonto, ha pasado ya la
tarde y he conseguido engañar a mi estómago por hoy. Si es que cuando me pongo
a hablar de cosas que me apasionan pierdo la noción del tiempo. Ojalá todo
fuese tan fácil de conseguir en esta vida.
Busco compañer@ de viaje. ¿Alguien se
apunta a vivir mil aventuras? Mi maleta y yo siempre estamos preparadas para
iniciar una nueva excursión. Ofrezco como compañía a alguien con una mente
despierta y con ganas de descubrir sitios nuevos.
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