Bueno, Rut. Como
siempre, ha sido un gusto verte. Con esta frase tan
encantadora y un apretón de manos se despidió hoy de mí el endocrino. Nuestra
relación dura ya unos cuantos años, y desde el primer momento ejerció un papel especialmente
paternalista conmigo.
¿Que por qué voy al
endocrino? ¿De verdad me estáis haciendo esa pregunta? La respuesta es obvia: Soy una chica (no me gusta la palabra
“mujer”, me hace sentir mayor y yo sigo considerándome una niña grande). No
hace falta añadir nada más.
A ver… evidentemente no estoy gorda ni nada
por el estilo, no sería ni objetiva ni realista si considerase que tengo
sobrepeso, pero (casi) toda chica secretamente anhela estar más estilizada de
lo que se ve reflejada en el espejo y lamentablemente (casi) todas contamos con
esa lorza antiestética e hijaputa (a las cosas es mejor llamarlas por su
nombre) que, en innumerables ocasiones, más de las que nos gustaría, nos desquicia
y nos deja en evidencia cada vez que se hace notar a través de la camiseta de
turno.
El caso es que poco tiempo
después de llegar a Madrid sentí la imperiosa necesidad de verme como una
sílfide que hiciese girar cabezas a su paso y comencé a frecuentar la consulta del
endocrino una vez al mes. Siempre me ve estupenda, siempre me dice que estoy
muy bien y que no necesito adelgazar, que además no entiende qué problema puedo
tener ya que soy una persona muy risueña, encantadora, educada y jovial, que no
debería preocuparme tanto por mi aspecto físico, pero que bueno, que me perdona
mi cabezonería porque sabe que esos kilillos de más me generan cierta
inseguridad. Y claro, recibiendo semejante bronca cada vez que voy mi fuerza de
voluntad se va al garete. Me sobran como diez kilos para ser feliz. Y cada vez
que se lo comento, se echa las manos a la cabeza. Así que, para que se quede
tranquilo, rectifico y lo dejo en ocho. Pero no consigo bajar ni el primero…
Chicos, os voy a contar un
secreto: Toda chica cuenta con una parte de su cuerpo que le gustaría borrar
del mapa. Así es. A algunas sus ojos les parecen demasiado saltones, otras no
pueden con sus orejas, hay quien considera que tiene unos tobillos muy gruesos
o la nariz muy chata. En mi caso, mi talón de Aquiles se resume en dos (ahora
que lo pienso, lo mismito que los diez mandamientos…): mis enormes caderas y mi
no menos exagerado trasero. Si existiese una lima mágica que consiguiese
reducir el hueso a base de frotarlo sería de las que haría fila en la tienda
para hacerme con semejante invento. Como muchas otras cosas que conforman lo
que soy, esto también es fruto de la herencia familiar, y por más que me
proponga luchar contra ello el hueso sigue ahí, y el contorno que genera a su
alrededor es considerable. Y mal que me pese, eso no hay dieta que lo elimine.
Por más régimen que haga. Que tampoco es que lo cumpla demasiado, dicho sea de
paso. Supongo que me gusta auto convencerme de que la culpa de todos mis males
la tienen mis antepasados para que de esta manera mi conciencia se quede
tranquila cada vez que me encuentro con un pedazo de pizza en la mano.
El quid de toda esta
cuestión radica en lo mucho que me gusta disfrutar de la comida. En Galicia, y
especialmente en mi familia, desde siempre se ha cocinado para ocho cuando los
que se sentaban a la mesa eran cuatro. Mi madre, por miedo a quedarse corta,
siempre hacía comida para un regimiento. Y claro, de todos es sabido que queda
muy feo tirar la comida. Así que… ¡¡¡a comer se ha dicho!!!
Hablando de manjares os
diré que mi comida favorita es el sushi. Sin lugar a dudas. Cada vez que meto
un pedazo de sashimi / nigiri / maki en la boca es como si entrase en trance.
Inevitablemente cierro los ojos y gimo con lascivia mientras mastico cada
pedacito de gloria. Recuerdo que la primera vez que lo comí no sentí nada
especial. Veía esos trozos de pescado crudo en aquella bandeja en forma de
barco y podría confirmar que incluso hasta sentí arcadas. Así que durante años
seguí encumbrando la comida italiana a lo más alto de la lista. Hasta que
volví a darle al sushi una segunda oportunidad. Y entonces sucedió: ni comida
italiana, ni mexicana, ni gaitas. De repente fue como si todas y cada una de
las papilas gustativas que componen mi lengua despertasen de su letargo y en
ese mismo momento comenzó mi romance con todo el ritual que rodea a este arte
culinario. Cada vez que pido sushi para comer en casa extiendo la esterilla en mi
mesa de centro, desempolvo mis palillos y ubico con esmero mi recipiente para
la salsa de soja y mis platitos de cristal sobre el improvisado mantel. Y una
vez que la mesa está preparada, coloco la bandeja con todos esos pequeños
manjares delante de mí y de manera orgásmica saboreo todos y cada uno de ellos
con enorme placer. La gente dice que el chocolate es el sustitutivo del sexo.
Yo apostaría a que el sushi no se queda atrás. Al menos en mi caso le anda muy,
pero que muy cerca. Y si no preguntad a cualquiera que haya tenido ocasión de
disfrutar de una comida japonesa en mi compañía y os corroborarán todos y cada
uno de los detalles descritos.
Y poniéndonos
trascendentales podríamos llegar a la conclusión de que la vida es como la
comida: para ser felices es preciso saborear todos y cada uno de los instantes que
la componen hasta saciarnos por completo. Al fin y al cabo estamos en este
mundo sin saber exactamente cuándo dejaremos de formar parte de él. Lo mejor
que podemos hacer por nosotros es disfrutar de todos aquellos pequeños detalles
que nos hagan felices. Debemos atrevernos a hacer aquellas cosas que nos hagan
sentir plenos. Tenemos que dejar atrás todos esos miedos que nos impiden
conseguir nuestras metas. Mandar al carajo los tabúes y lanzarnos a cumplir
esos deseos que estamos anhelando llevar a cabo. Aprender a disfrutar de todo
aquello que nos rodea de la misma manera que yo aprendí a disfrutar del atún
rojo o del pez mantequilla una vez que decidí dejar de pensar que lo que tenía
delante era simplemente pescado crudo.
Al igual que me pasó a mí con la comida japonesa, todo en esta vida es
cuestión de enfoque, todo depende del cristal con el que se mire. Y creedme: hay cristales mágicos,
cristales que consiguen que veas la vida de color de rosa. Yo me he topado con
uno no hace mucho tiempo y os puedo asegurar que funciona. Buscad el vuestro y
seréis felices. Yo soy feliz.
Siniestro Total: Diga qué
le debo. http://youtu.be/8GefGV2lFBo
Rut... en cierta ocasión escribí esto en mi blog:
ResponderEliminarEl reloj incompleto
El reloj de pared de la casa de mi abuela sólo era capaz de hacer ‘tic’. El ‘tac’ siguiente ya ni se oía. Y tampoco era tan viejo aquel artefacto. De niño me quedaba mirándolo horas y horas. Sus números romanos; su péndulo y la ranura ovalada con la que se le daba cuerda. Ni con todo el carrete completo era capaz de hacer ‘tac’.
Su armazón de madera oscura era la caja de resonancia perfecta. Pero yo era incapaz de adivinar porqué había dejado de hacer ‘tac’. En realidad, nadie sabía por qué; creo que el único que lo sabía era él. Y es que el péndulo tenía claro que debía ir de un lado para otro. Y las agujas, también conocían que debían recorrer toda la circunferencia del reloj.
El caso es que todo parecía estar en orden, pero no. Faltaba el ‘tac’ definitivo que cerrara el sonido perfecto del reloj.
En ocasiones, a las personas, nos falta el ‘tac’ definitivo que cierre nuestro sonido perfecto. Todo parece que funciona, como el péndulo del reloj o sus manecillas; incluso hasta nos suena el ‘tic’ inicial. Pero nos falta el ‘tac’. Cada uno tiene el suyo y hasta que no suene, dejaremos algo incompleto.
Este era mi blog...
ResponderEliminarhttp://gurugu999.blogspot.com.es/
Me encanta esa pequeña historia del reloj. Da que pensar.
ResponderEliminarY me han gustado otras muchas historias que he leído en tu blog, así que ya estás actualizándolo con alguna pequeña joya nueva.
Que se vea ese talento!!!
:-)
Gracias... pero talento, lo que se dice talento... me faltan muchoooooos 'tac' en mi vida, pero vamos tirando poco a poco.... bsto. guapaaaa
ResponderEliminarRut permíteme que hoy no comente tu blog, pero es curioso que a través de él... haya descubierto otro para mis próximas lecturas, jejejej
ResponderEliminarPor cierto, no sólo las chicas ponen pegas a esa imagen que ven cuando están ante un espejo. Yo soy de poca comida y debo tener la misma talla de pantalón ahora que cuando tenía 15 años (igual exagero un poco, pero poco)
Ya ves. La vida te da esas sorpresas... jejeje.
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