lunes, 17 de julio de 2017

Hogar, dulce hogar.

Lo reconozco... es superior a mí: ¡Qué poco me gusta sacar la basura!
Entiendo que esta confesión tiene de glamurosa lo que yo de Rita la Cantaora, pero llega un momento en la vida en la que la que suscribe pierde ya todo filtro y suelta las cosas como las siente. Así, a bocajarro y sin anestesia. Para desconcertar un poco al personal.
Advierto desde ya que esta entrada va de “cosas que hacer en casa que no me gustan ni una chispita”, así que es posible que me encontréis un poco repugnante si decidís continuar leyendo.
Pues eso... Ni en vuestras mejores suposiciones os podréis jamás imaginar el coraje que me recorre el cuerpo cuando al abrir el cubo me encuentro con la bolsa llena. Torcer el gesto y pensar para mis adentros: “Mierda… (nunca mejor dicho y disculpando) ya me toca otra vez” es una reacción automática que como toda reacción automática no soy capaz de controlar.
Me toca sacar la basura y me toca mucho las narices el mero gesto de proceder a atar la bolsa (bendito sistema “atafácil”), alzarla en peso, salir de casa y bajar un piso hasta el cuarto de basuras en donde la deposito en su contenedor correspondiente, según sea orgánica o para reciclar. Y si la vagancia me ha podido durante el transcurso del día, cuando cae la noche existe una segunda opción que sustituye a la de descender una planta por la de bajar los seis escalones del vestíbulo de entrada del edificio, abrir el portal, dirigirme al contenedor que se encuentra a escasos metros sobre la acera y repetir el gesto de “abrir tapa/introducir bolsa/cerrar tapa” que tanta pereza me produce. Considero ambas posibilidades igual de odiosas.
Esto no es algo nuevo. Dicha tarea doméstica me ha resultado muy poco atractiva de toda la vida y he procurado evitarla siempre que me ha sido posible. Me sucede lo mismo cada vez que me toca doblar la ropa. No me importa pasarla del cesto de ropa sucia a la lavadora, seleccionar el programa correspondiente y añadir el detergente y el suavizante de rigor, sacarla de la lavadora y proceder a tenderla. Para más inri añado que plancharla me relaja mogollón. Es el punto intermedio el que me da sopor absoluto. Manía como otra cualquiera, imagino.
Y si continúo hablando de manías domésticas reconozco que tengo unas cuantas, supongo que como cualquier hijo de vecino. Aquí resumo alguna más:
¿Secar los platos? Uffff… pues tres cuartos de lo mismo. Dadme montañas de vajilla para fregar que lo hago encantada. De hecho yo soy la que se ofrece voluntaria para la tarea en las diferentes comidas familiares que tienen lugar en mi casa y en las ajenas a lo largo del año. Eso sí: no me pidáis que seque lo fregado, por favor. No me gusta na-di-ta. Debo ser de las pocas personas en este mundo que no tiene lavavajillas y que no lo echa absolutamente nada de menos. Hasta que llega la hora de tener que usar el paño. Ahí sí que sí.
Cada vez que me toca cambiar la funda del edredón nórdico me entra una pereza difícil de describir. Sé que apenas tardo un par de minutos, pero el mero hecho de estirar primero el edredón para luego doblarlo de tal manera que me resulte sencillo introducirlo en la funda correspondiente me agota. Así que figuraos cuando esa tarea pasa de mi imaginación a la vida real. Eso sí, qué gustazo da después introducirte en la cama y sentir ese olor a colonia infantil cortesía del suavizante que todo lo impregna. De lujo.
¿Y qué me decís del suplicio de limpiar las ventanas? Nunca he tenido vocación de Spiderman y me da pánico asomarme demasiado y no vivir para contarlo. Lo sé: soy un poquito exagerada, pero cualquier disculpa es buena para no tener que dejar los cristales tan limpios que cualquiera que pase se quede mirando asombrado de lo nítido que luce mi salón-comedor-cocina desde la calle, sin ninguna marca en el cristal que confirme que efectivamente existe una ventana entre el cotilla callejero de turno y mi hogar. Que sí, que es verdad, que vivo en un bajo y la distancia de mis ventanas con respecto al duro suelo apenas sí es de un par de metros, pero no me digáis que la disculpa de no ser un súper héroe de cómic para evitarme el trabajo no tiene su gracia.
En definitiva, que cada persona es un mundo y cada mundo un territorio por explorar. Generalmente se nos llena la boca al hablar de todo lo virtuoso que llevamos dentro pero reconocer aquellos puntos débiles que nos convierten en personas de carne y hueso como que cuesta un poquito más.

Todos tenemos nuestras pequeñas cosas, y el que opine lo contrario, miente. Manías, manías y más manías…


Queen. I want to break free. https://youtu.be/f4Mc-NYPHaQ


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