Lo reconozco... es superior a
mí: ¡Qué poco me gusta sacar la basura!
Entiendo que esta confesión tiene
de glamurosa lo que yo de Rita la
Cantaora, pero llega un momento en la vida en la que la que suscribe pierde
ya todo filtro y suelta las cosas como las siente. Así, a bocajarro y sin
anestesia. Para desconcertar un poco al personal.
Advierto desde ya que esta entrada
va de “cosas que hacer en casa que no me
gustan ni una chispita”, así que es posible que me encontréis un poco
repugnante si decidís continuar leyendo.
Pues eso... Ni en vuestras
mejores suposiciones os podréis jamás imaginar el coraje que me recorre el cuerpo cuando al
abrir el cubo me encuentro con la bolsa llena. Torcer el gesto y pensar para
mis adentros: “Mierda… (nunca mejor dicho y disculpando) ya me toca otra vez” es
una reacción automática que como toda reacción automática no soy capaz de
controlar.
Me toca sacar la basura y me
toca mucho las narices el mero gesto de proceder a atar la bolsa (bendito sistema “atafácil”), alzarla en
peso, salir de casa y bajar un piso hasta el cuarto de basuras en donde la
deposito en su contenedor correspondiente, según sea orgánica o para reciclar. Y
si la vagancia me ha podido durante el transcurso del día, cuando cae la noche
existe una segunda opción que sustituye a la de descender una planta por la de
bajar los seis escalones del vestíbulo de entrada del edificio, abrir el portal,
dirigirme al contenedor que se encuentra a escasos metros sobre la acera y repetir
el gesto de “abrir tapa/introducir bolsa/cerrar tapa” que tanta pereza me
produce. Considero ambas posibilidades igual de odiosas.
Esto no es algo nuevo. Dicha
tarea doméstica me ha resultado muy poco atractiva de toda la vida y he
procurado evitarla siempre que me ha sido posible. Me sucede lo mismo cada vez
que me toca doblar la ropa. No me importa pasarla del cesto de ropa sucia a la
lavadora, seleccionar el programa correspondiente y añadir el detergente y el
suavizante de rigor, sacarla de la lavadora y proceder a tenderla. Para más
inri añado que plancharla me relaja mogollón. Es el punto intermedio el que me
da sopor absoluto. Manía como otra cualquiera, imagino.
Y si continúo hablando de
manías domésticas reconozco que tengo unas cuantas, supongo que como cualquier
hijo de vecino. Aquí resumo alguna más:
¿Secar los platos? Uffff… pues
tres cuartos de lo mismo. Dadme montañas de vajilla para fregar que lo hago
encantada. De hecho yo soy la que se ofrece voluntaria para la tarea en las
diferentes comidas familiares que tienen lugar en mi casa y en las ajenas a lo
largo del año. Eso sí: no me pidáis que seque lo fregado, por favor. No me
gusta na-di-ta. Debo ser de las pocas
personas en este mundo que no tiene lavavajillas y que no lo echa absolutamente
nada de menos. Hasta que llega la hora de tener que usar el paño. Ahí sí que sí.
Cada vez que me toca cambiar
la funda del edredón nórdico me entra una pereza difícil de describir. Sé que apenas
tardo un par de minutos, pero el mero hecho de estirar primero el edredón para
luego doblarlo de tal manera que me resulte sencillo introducirlo en la funda
correspondiente me agota. Así que figuraos cuando esa tarea pasa de mi
imaginación a la vida real. Eso sí, qué gustazo da después introducirte en la
cama y sentir ese olor a colonia infantil cortesía del suavizante que todo lo
impregna. De lujo.
¿Y qué me decís del suplicio de
limpiar las ventanas? Nunca he tenido vocación de Spiderman y me da pánico
asomarme demasiado y no vivir para contarlo. Lo sé: soy un poquito exagerada,
pero cualquier disculpa es buena para no tener que dejar los cristales tan
limpios que cualquiera que pase se quede mirando asombrado de lo nítido que luce mi
salón-comedor-cocina desde la calle, sin ninguna marca en el cristal que confirme que efectivamente existe una ventana entre el cotilla callejero de turno y mi hogar. Que sí, que es verdad, que vivo en un bajo y la distancia de
mis ventanas con respecto al duro suelo apenas sí es de un par de metros, pero
no me digáis que la disculpa de no ser un súper héroe de cómic para evitarme el
trabajo no tiene su gracia.
En definitiva, que cada persona
es un mundo y cada mundo un territorio por explorar. Generalmente se nos llena
la boca al hablar de todo lo virtuoso que llevamos dentro pero reconocer
aquellos puntos débiles que nos convierten en personas de carne y hueso como
que cuesta un poquito más.
Todos tenemos nuestras pequeñas cosas, y el que opine lo contrario,
miente. Manías, manías y más manías…
Queen. I want to break free. https://youtu.be/f4Mc-NYPHaQ
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