Ya es oficial. La Navidad ha llegado a mi casa. He
completado con éxito el ritual que tiene lugar todos los años: He montado el
árbol.
Ya respiro ese aire
que evoca que todos mis sentidos se remonten al pasado, como si el árbol ejerciese
sobre mí ese poder, como si me diese la posibilidad de volver a vivir esos
recuerdos que se encuentran guardados en mi mente para quedarse.
Como en la
historia del fantasma de las Navidades pasadas, cierro los ojos y me veo en la
aldea de mis abuelos maternos, enana como era, rodeada de mis primos primero y
cuando le tocó a él, también de mi hermano.
Esperábamos con ilusión cómo mi padre venía con el pino que
había ido a buscar al bosque, ansiosos por que llenasen el cubo de arena y lo
colocasen allí. Era la señal que indicaba que podíamos comenzar a decorarlo. Las cintas de colores y las bolas
pasaban de mano en mano hasta quedar colocadas en el lugar en el que lucirían
durante las semanas siguientes. Era el inicio de unos días llenos de nervios e
ilusión. No había que ir al cole y a pesar del frío horroroso que hacía en
aquella casa de piedra sin calefacción, pero con una cocina de leña que no se
apagaba durante todo el día, éramos felices. Esperábamos con ansiedad la noche
del 24 de diciembre, como si nos fuese la vida en ello. En mi familia siempre
fuimos más del señor de rojo que de los Reyes. Y yo agradezco que así haya
sido, porque de esta manera he podido disfrutar de mis juguetes durante más
tiempo que otros niños.
Por aquel entonces la importancia que le dábamos a la familia
era mínima. Lo que nos importaba era saber que bajo ese árbol que decorábamos
con todo el esmero que se puede esperar de unos mocosos sin ningún tipo de gusto por lo estético,
aparecerían como por arte de magia regalos envueltos con delicadeza en papeles
de colores que no durarían ni dos segundos. Era el colofón a una noche en la
que nos pondríamos hasta arriba de turrón y demás delicias navideñas. A partir
de entonces dejábamos de existir para el mundo y nos dedicábamos en cuerpo y
alma a disfrutar de todos y cada uno de los regalos que nos había dejado el
señor de rojo debajo del árbol. Incluso cuando ya éramos lo suficiente mayores
como para saber que ese señor en realidad era de mentira, los nervios
anteriores a la aparición de las cajas y la ilusión posterior no decaía nunca.
Pasaron los años y me hice mayor… Y entonces me tocó a
mí encargarme del árbol. Los primeros años de independencia me hice con uno pequeñito. Al fin y al cabo estaba sóla en aquellos
pisos de alquiler y para mí era más que suficiente.
Y luego llegó a mi vida “el árbol”, un bicho de 180 cm que
compramos cuando comenzamos nuestra vida en común. Vuelven a mi mente, sin que
pueda hacer mucho por evitarlo, los recuerdos de esa vida en pareja que
comenzaba con mucha ilusión, y de ese árbol que ocupaba un lugar destacado en
el salón de nuestro piso. Todavía recuerdo hoy el día que compré los adornos. Ya
tenía el árbol, el esqueleto; ahora me faltaba vestirlo. Y me encontré de bruces
con ositos de peluche, bolas doradas con purpurina, manoplas de fieltro,
tambores, paquetitos rojos, piñas, lazos y una cinta diferente… y me lo quedé
todo. Y mi árbol nunca fue el árbol convencional con decoración convencional.
Recuerdo que al principio incluso tenía su estrella, tal vez el único vestigio
de lo típico, pero terminó rompiéndose, y yo me lo tomé como una señal de que
mi árbol no quería ser como los demás, así que nunca repuse esa pérdida.
Y luego me vine a Madrid. Y esa vida en común dejó de ser común
y volvió a ser mi vida. Y mi árbol se vino conmigo. Y cada año por estas fechas
repito el ritual. Abro la enorme caja en donde está, desmontado. Y cada año la
vacío y organizo las ramas por colores. Y cada año me doy de bruces, en el
fondo de la caja, con la bola de papel de aluminio que Nono, jugando, ha tenido
que meter dentro un día y que ahí se quedó. Así que Nono, mi gato, también está
presente en ese ritual, porque cada vez que me doy de bruces con esa bolita se me
escapa una sonrisa… Y comienzo a armar
con cariño lo que al final se convierte en el símbolo de la ilusión que siempre
me traslada a esos tiempos más felices en los que no existían las penas, los
problemas, los días malos…
Y cuando termino mi obra me aparto unos pasos y lo miro,
orgullosa del trabajo bien hecho. Y pienso en que algún día haré esto mismo
pero no estaré sóla. Alguien me ayudará a montarlo y me pasará los adornos para
que el trabajo así sea más llevadero. Y al final nos apartaremos unos pasos y
abrazados contemplaremos nuestra obra. Y tal vez incluso hasta haya un beso de
felicitación porque ya hemos terminado. Y, puestos a imaginar, veo a alguien
pequeño correteando alrededor y ansioso por que llegue la noche del 24 de
diciembre. Porque será entonces cuando nos visite el señor de rojo y deje los
regalos debajo del árbol. Y entonces esa carita se iluminará con una sonrisa,
correrá hacia ellos nervioso y una vez en sus manos abrirá los paquetes destrozando el envoltorio
sin piedad.
Al igual que hizo su madre cuando era pequeña.
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