domingo, 8 de diciembre de 2013

It's Christmas time.

Ya es oficial. La Navidad ha llegado a mi casa. He completado con éxito el ritual que tiene lugar todos los años: He montado el árbol.

 Ya respiro ese aire que evoca que todos mis sentidos se remonten al pasado, como si el árbol ejerciese sobre mí ese poder, como si me diese la posibilidad de volver a vivir esos recuerdos que se encuentran guardados en mi mente para quedarse. 

Como en la historia del fantasma de las Navidades pasadas, cierro los ojos y me veo en la aldea de mis abuelos maternos, enana como era, rodeada de mis primos primero y cuando le tocó a él, también de mi hermano.

Esperábamos con ilusión cómo mi padre venía con el pino que había ido a buscar al bosque, ansiosos por que llenasen el cubo de arena y lo colocasen allí. Era la señal que indicaba que podíamos comenzar a  decorarlo. Las cintas de colores y las bolas pasaban de mano en mano hasta quedar colocadas en el lugar en el que lucirían durante las semanas siguientes. Era el inicio de unos días llenos de nervios e ilusión. No había que ir al cole y a pesar del frío horroroso que hacía en aquella casa de piedra sin calefacción, pero con una cocina de leña que no se apagaba durante todo el día, éramos felices. Esperábamos con ansiedad la noche del 24 de diciembre, como si nos fuese la vida en ello. En mi familia siempre fuimos más del señor de rojo que de los Reyes. Y yo agradezco que así haya sido, porque de esta manera he podido disfrutar de mis juguetes durante más tiempo que otros niños.

Por aquel entonces la importancia que le dábamos a la familia era mínima. Lo que nos importaba era saber que bajo ese árbol que decorábamos con todo el esmero que se puede esperar de unos mocosos  sin ningún tipo de gusto por lo estético, aparecerían como por arte de magia regalos envueltos con delicadeza en papeles de colores que no durarían ni dos segundos. Era el colofón a una noche en la que nos pondríamos hasta arriba de turrón y demás delicias navideñas. A partir de entonces dejábamos de existir para el mundo y nos dedicábamos en cuerpo y alma a disfrutar de todos y cada uno de los regalos que nos había dejado el señor de rojo debajo del árbol. Incluso cuando ya éramos lo suficiente mayores como para saber que ese señor en realidad era de mentira, los nervios anteriores a la aparición de las cajas y la ilusión posterior no decaía nunca.

Pasaron los años y me hice mayor… Y entonces me tocó a mí encargarme del árbol. Los primeros años de independencia me hice con uno pequeñito.  Al fin y al cabo estaba sóla en aquellos pisos de alquiler y para mí era más que suficiente.

Y luego llegó a mi vida “el árbol”, un bicho de 180 cm que compramos cuando comenzamos nuestra vida en común. Vuelven a mi mente, sin que pueda hacer mucho por evitarlo, los recuerdos de esa vida en pareja que comenzaba con mucha ilusión, y de ese árbol que ocupaba un lugar destacado en el salón de nuestro piso. Todavía recuerdo hoy el día que compré los adornos. Ya tenía el árbol, el esqueleto; ahora me faltaba vestirlo. Y me encontré de bruces con ositos de peluche, bolas doradas con purpurina, manoplas de fieltro, tambores, paquetitos rojos, piñas, lazos y una cinta diferente… y me lo quedé todo. Y mi árbol nunca fue el árbol convencional con decoración convencional. Recuerdo que al principio incluso tenía su estrella, tal vez el único vestigio de lo típico, pero terminó rompiéndose, y yo me lo tomé como una señal de que mi árbol no quería ser como los demás, así que nunca repuse esa pérdida.

Y luego me vine a Madrid. Y esa vida en común dejó de ser común y volvió a ser mi vida. Y mi árbol se vino conmigo. Y cada año por estas fechas repito el ritual. Abro la enorme caja en donde está, desmontado. Y cada año la vacío y organizo las ramas por colores. Y cada año me doy de bruces, en el fondo de la caja, con la bola de papel de aluminio que Nono, jugando, ha tenido que meter dentro un día y que ahí se quedó. Así que Nono, mi gato, también está presente en ese ritual, porque cada vez que me doy de bruces con esa bolita se me escapa una sonrisa… Y comienzo a armar con cariño lo que al final se convierte en el símbolo de la ilusión que siempre me traslada a esos tiempos más felices en los que no existían las penas, los problemas, los días malos…

Y cuando termino mi obra me aparto unos pasos y lo miro, orgullosa del trabajo bien hecho. Y pienso en que algún día haré esto mismo pero no estaré sóla. Alguien me ayudará a montarlo y me pasará los adornos para que el trabajo así sea más llevadero. Y al final nos apartaremos unos pasos y abrazados contemplaremos nuestra obra. Y tal vez incluso hasta haya un beso de felicitación porque ya hemos terminado. Y, puestos a imaginar, veo a alguien pequeño correteando alrededor y ansioso por que llegue la noche del 24 de diciembre. Porque será entonces cuando nos visite el señor de rojo y deje los regalos debajo del árbol. Y entonces esa carita se iluminará con una sonrisa, correrá hacia ellos nervioso y una vez en sus manos abrirá los paquetes destrozando el envoltorio sin piedad.




Al igual que hizo su madre cuando era pequeña.












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