Si suelto de repente y sin
venir al caso la frase “20 de abril del 90” estoy convencida de que muchos de
vosotros, carcas como yo, comenzaréis a tararear como un resorte una canción de
Celtas Cortos que a día de hoy todavía está en boga y que no puede faltar entre
la selección musical que amenice cualquier boda/bautizo/comunión que se precie.
Hoy la entrada va de fechas, y
más concretamente de una fecha en particular. Hoy vamos a subirnos a la máquina
del tiempo y a remontarnos al 25 de julio de 1970.
Aclaro antes de continuar que
nada tiene que ver con mi fecha de nacimiento así que ni se os ocurra pintarme
el pelo con más canas de las que ya tengo (os recuerdo que soy rubia de bote y
que desde que soy rubia de bote soy más feliz) ni cargarme con más años de los
que ya recaen sobre mis hombros.
No. Esa fecha no tiene nada
que ver conmigo (al menos no directamente), pero sí con las dos personas más importantes
en mi vida: Mis padres.
Ese día, después de no haber
ejercido ni tan siquiera un año como novios (para que luego digan que la
juventud de hoy va demasiado rápido…), ese día decía, fue la fecha elegida para
el inicio de su particular historia de amor.
Pero ojo, no queramos ir tan
de prisa. Para llegar a ese punto en el calendario todavía tenemos que retroceder
un poco más en el tiempo así que agarraos fuerte que la máquina vuelve a
despegar.
A Estrada. Año 1968.
Dolores acababa de
aprobar las oposiciones a maestra, no sin muchos esfuerzos. Debido a la época
en la que le tocó vivir todos los componentes de la familia se veían en la
obligación de arrimar el hombro y ella no iba a ser menos, así que durante el
día trabajaba ayudando a sus padres y a la luz del candil le robaba horas al
sueño para poder estudiar. Dicen las malas lenguas que a pesar de haber
superado el examen a puntito estuvo de quedarse fuera porque no tenía padrino
que la protegiese, pero que una de sus maestras se enteró de la injusticia que
se iba a cometer con ella y defendió a capa y espada el aprobado de tan
sacrificada estudiante.
Y así fue como, incluida en el
minuto de descuento como la última de la lista, no le quedó más remedio que conformarse
con la plaza que ninguno de los que estaba antes que ella tuvo a bien elegir, y
con mucho dolor y resignación metió en la maleta lo poco que tenía y se dirigió
camino de Barcelona.
Cosas del destino, Ramón,
saliendo de distinto punto de la geografía gallega tomó la misma ruta en
compañía de un amigo, buscando mejor suerte que la que se encontró una vez abandonó
el seminario después de varios años, tras confirmar algo que era un grito a voces: que la vocación de cura
brillaba por su ausencia.
Y hete tú ahí que, sin
conocerse de nada y a miles de kilómetros de distancia, ambos comenzaron a
coincidir en la línea de autobús que los llevaba cada uno al respectivo colegio
en el que daban clase. Ser exiliados en tierra extraña une mucho y las
conversaciones sobre lo divino y lo humano se sucedían cada vez que se encontraban
y éstas duraban lo que duraba el trayecto hasta que Ramón se apeaba en el
barrio del Besós mientras Dolores continuaba camino hasta el barrio de la
Salud.
No conozco bien los detalles,
pero sé que mi madre se lo hizo pasar bastante mal a mi padre, quien por lo
visto ya le había echado el ojo a aquella morena. Cuentan los más atrevidos que
la cabezonería de Dolores y su empeño por no dar el brazo a torcer era tal que
en un viaje en tren en el que coincidieron viniendo a Galicia, y a pesar de estar
a punto de morir de sed (licencia poética), ni mi madre ni su alumna Laura,
quien la acompañaba a pasar el verano con ella, aceptaron las continuas
invitaciones de Ramón a unas Coca-Colas. (Confieso que en realidad desconozco a
qué bebida se referían y me he visto en la obligación de inventármelo para
darle credibilidad a la historia).
La actitud de Dolores hacia
Ramón siguió siendo un tanto cortante durante ese verano, incluso la vez que él
recorrió en su moto los muchos kilómetros que separaban su pueblo natal del de
ella y se plantó en el portal de su casa con la excusa de que un amigo cura que
oficiaba su primera misa en dicha parroquia le había invitado a asistir a la
misma.
Pero algo cambió cuando
volvieron a Barcelona terminadas sus vacaciones, y fue entonces cuando comenzaron
su relación como novios. Finalmente, después de cientos de anécdotas, de
desplantes con doble intención y de insistencias que no cejaron, la historia
solo podía terminar de una única manera: En boda. Cuenta la leyenda que una
noche de finales de octubre del 69 fueron a bailar a una discoteca y salieron
del local con la fecha ya marcada.
Y llegamos al 25 de julio de
1970, momento en el que Dolores y Ramón, entrelazadas sus manos y ante un cura
y su familia prometieron que se querrían hasta el final de los tiempos. Y dos
hijos y 47 años después aquí siguen los muy jabatos, dándonos al resto una
lección magistral reflejada a través del respeto y de la admiración mutua que ambos se profesan.
A día de hoy todavía me
maravillo cada vez que veo con qué cariño y ternura se miran el uno al otro, cómo
consiguen ser todavía capaces de hablar sin usar las palabras. La
compenetración entre ellos es total, y sin necesidad de fijarse demasiado uno
puede ver cómo el amor supura por cada uno de los poros de su piel.
En ocasiones siento envidia
sana porque incluso aunque a estas alturas del partido termine encontrando a mi media pera 💫💫💫 (la naranja se
la dejo a otros), me resultará matemáticamente imposible
superar tantos años de convivencia como los que ellos llevan a sus espaldas. Con todo y con eso confieso que tampoco renuncio a la posibilidad de protagonizar una
versión abreviada de su maravillosa historia de amor.
Hoy, 25 de julio de 2017, hace
47 años que dos personas a las que adoro decidieron no separarse jamás. Hoy, 25
de julio de 2017, me siento afortunada (y estoy convencida de que mi hermano
corroborará todas y cada una de mis palabras) de poder proclamar ante vosotros
que he tenido la suerte de haber sido testigo de una historia de amor con
mayúsculas. Ésa que, como si de un
cuento de hadas se tratase, sólo puede terminar de una manera. De la misma
manera con la que yo termino éste, mi humilde tributo a ambos. Con la frase que
cierra toda historia con final feliz que se precie y que versa así:
… y fueron felices y comieron perdices.
Oleeee... que bonito Rut! Viva el amor!
ResponderEliminarClaro que sí. Con amor se consigue todo, incluso llegar a tocar las estrellas.
ResponderEliminarMillones de besos!
Una hermosa pareja besos
ResponderEliminarEnhorabuena por tu blog Cinderella.
ResponderEliminarYo empecé a escribir el mío para llenar un vacío... y poco a poco lo he convertido en un hábito. Lo de escribir, no lo del vacío. Un abrazo.
http://templar-alquimia.blogspot.com.es/